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Sábado 04 de Julio de 2015 - 18:49 hs

De Lugones a Carta Abierta: el rol de los intelectuales argentinos

En su flamante libro póstumo, Tulio Halperín Dongui repasa el papel de pensadores y formadores de opinión en el debate político y cultural durante el último siglo.

Al explorar la etapa en que la democracia hizo por primera vez irrupción en la Argentina, tal como ella fue vivida por intelectuales que, sin que esto pueda sorprender en nada, estaban vitalmente interesados por el lugar que esa democracia habría de reservarles en su vida pública, los paralelos entre ese pasado que se está volviendo remoto y este difícil presente parecen sugerirse por sí solos a cada paso. Precisamente por eso se hará necesario destacar, entre las muchas diferencias que apartan a los intelectuales argentinos de hoy de los del anteayer aquí evocado, una que quisiera subrayar especialmente, porque va a afectar de modo muy directo las modalidades de la exploración que ha de encararse.

Hoy los intelectuales viven en un mundo que ha descubierto que existe algo llamado "el campo intelectual", han aprendido que a lo largo de su carrera acumulan y reinvierten un cierto capital cultural, han adquirido una noción más o menos precisa acerca de los modos con que las interpelaciones que formulan desde ese campo al público que aspiran a alcanzar deben enfrentarse a las que llegan a ese mismo público desde otras esferas. Encuentran del todo natural terciar en las discusiones que desde el surgimiento de la llamada sociología del conocimiento no han dejado de arreciar en torno a esos temas, que los tocan de muy cerca, mientras que en 1910 o aun en 1930 esos mismos temas apenas empezaban a perfilarse, casi siempre en el contexto de debates centrados en otros, que afectaban menos directamente al intelectual que al mundo sobre el que ambicionaba ejercer influencia.

Esa diferencia con la situación presente tiene –entre muchas otras consecuencias– dos particularmente relevantes para la exploración que aquí se ha de emprender. La primera es que,puesto que esos intelectuales de anteayer no nos dicen con tanta frecuencia como los de hoy lo que quisiéramos saber acerca de sus reacciones frente a los problemas que nos interesan, es a menudo necesario inducirlas a partir de tomas de posición acerca de otros que sólo los rozan indirectamente, o aun a través de reveladoras modulaciones en su modo de interpelar a su público, que parecen a veces ser como el corolario práctico de una informulada toma de posición frente a los cambios que la democratización trajo consigo.

La segunda consecuencia es aún más obvia. Hasta que el entorno mismo en que vive el intelectual comenzó a ofrecerle a cada paso incitaciones para internarse en esos problemas, dichas incitaciones debían nacer de la esfera de sus preocupaciones más personales; no ha de sorprender entonces que los testimonios –directos o indirectos– que podemos recoger de esos intelectuales de anteayer provengan sobre todo de aquellos para quienes su lugar en la vida pública constituía en efecto una preocupación predominante.

Por fortuna, entre los testimonios que nos han llegado de los intelectuales de esa época, ese interés se torna a menudo obsesivo, alimentado como está por un egocentrismo en que resuenan a veces ecos del culte du moi que en algunos es así paradójico legado de una pasada simpatía anarquista, pero no parece necesitar de esa inspiración ni de ninguna otra para desplegarse con tan inocente complacencia que a menudo termina por ganar la sonriente simpatía de quien contempla esas efusiones a muchas décadas de distancia.



Ese egocentrismo es, desde luego, rasgo común a Leopoldo Lugones, José Ingenieros, Ricardo Rojas y Alfredo Palacios, todos ellos intelectuales que ya habían establecido su firme presencia en la vida pública al abrirse el proceso democratizador, y cuyas reacciones y adaptaciones frente a este procuraremos seguir aquí.

Y ese egocentrismo, hay que agregar, hace de la condición de intelectual el rasgo esencial del yo a quien cada uno de ellos rinde culto. Conviene tenerlo presente cada vez que oímos, en el prólogo que en 1916 Leopoldo Lugones antepuso a "El Payador", la evocación de "la plebe ultramarina que a semejanza de los mendigos ingratos" había impugnado ruidosamente sus conferencias desde el escenario del teatro Odeón, donde había anticipado en 1913 la glorificación de José Hernández como el Homero de las Pampas que ahora daba tema a su libro, y la de los "cómplices mulatos y sus sectarios mestizos" que trasladaron la misma protesta al debate literario.

Cuando se invoca hoy ese pasaje de Lugones (o las invectivas contra sus rivales mulatos e inmigrantes que Manuel Gálvez incluyó en 1910 en "El diario de Gabriel Quiroga") es habitualmente para buscar la huella de actitudes que se suponen también presentes entre quienes, sin compartir la vocación intelectual de Lugones o Gálvez, compartieron su condición de escasamente prósperos hidalgos de provincia. Por el mismo motivo se ha de prestar menos atención a la despectiva recusación de "los pulcros universitarios que, por la misma época, motejáronme de inculto", que en Lugones complementa y equilibra la no menos despectiva de los voceros de la plebe ultramarina.

Lugones reprochaba a ambos su incapacidad de "apreciar la diferencia entre el gaucho viril, sin amo en su pampa, y la triste chusma de la ciudad, cuya libertad consiste en elegir sus propios amos". La incomprensión en que coinciden plebeyos y pedantes agrega una razón más a un rechazo de la vile multitude que es menos imperativo heredado de su linaje hidalgo que nota de su perfil de intelectual. "La ralea mayoritaria paladeó un instante el quimérico pregusto de manchar a un escritor a quien nunca habían tentado las lujurias del sufragio universal. ¡Interesante momento!"; aun la exclamación final es la del artista que retrocede un paso para contemplar el cuadro en el que acaba de ubicarse como protagonista.

El lugar eminente que Lugones reivindica para sí no dependeen efecto de ninguna posición social originaria o adquirida; es el premio de su excelencia como intelectual: "Defiéndame [...] lo que hago y no lo que digo. Las coplas de mi gaucho no me han impedido traducir a Homero y comentarlo ante el público cuya aprobación en ambos casos demuestra una cultura ciertamente superior". La sociedad se reconfigura aquí como público, y si es todavía posible acotar dentro de ella una aristocracia, lo que certifica la pertenencia a esta no es de nuevo un cierto origen social, sino la disposición a admirar a Lugones.

Fuente: Infobae