"El sueño sólo se acaba, si se retira el soñador", por G. Mazzi
El Rulo era uno más del montón a la hora de “fobal”. Nunca imaginó su futuro ligado a la pelota y sólo incursionaba en este “metié” por la necesidad de despuntar el vicio con sus amigos de siempre en algo que le gustaba, pero no lo fascinaba. Fue así como fichó un día para el club del colegio al que concurría, y en poco tiempo, se encontró dando una vuelta olímpica con la 9na campeona que conducía el maravilloso “gordo” Rubén. Nunca el fútbol fue más que un pasatiempo, por eso, llegó un día el momento de elegir entre la apuesta fuerte por el deporte o el complemento necesario para pasarla bien… y no dudó en seguir los pasos de sus amigos del barrio. Siempre le tiró la barra de la esquina, los picados en “patas”, el club humilde de la zona, por eso un día decidió cambiar los colores que defendía para siempre. Nunca se deslumbró por los poderosos de la ciudad, porque según su criterio, en esos lugares se talla desde abajo al profesional de la número cinco y él solo quería divertirse jugando “al bolo”, como se decía en esa época.
Sus días de fútbol pasaban entre la felicidad de los siempre difíciles triunfos en la Liga, al fastidio de llegar los domingo a la mañana y no saber si la planilla se completaba con once, por la ausencia sin aviso de algún trasnochado juvenil player que priorizaba los primeros bailes de los sábados, los primeros besos zaguaneros y el posterior placentero descanso, antes que el partido pactado para el otro día a las 8,30 AM.
Con una pizca de talento, poca voluntad y demasiada pertenencia, la taba cayó del lado menos pensado. Con tan solo 15 años, el Rulo fue citado por el “Patón” para jugar en Primera. Ese día faltaba a la cita mayor del torneo doméstico un baluarte del club que debía afrontar algún compromiso laboral ineludible, y como los recursos de “pantalones cortos” en las modestas instituciones barriales eran escasos a mediados de los ochenta, le llegó la oportunidad a la joven y desgarbada promesa.
El tibio y vergonzoso muchacho se transformó al entrar al campo de juego. La gente de la zona alentando, algunos de sus amigos presentes fuera y dentro de la cancha, los futbolistas mayores apoyando su debut, la “vieja” por primera vez detrás de uno de los arcos y el deseo de no defraudar tamaña responsabilidad, lo envalentonaron y le dieron el suficiente coraje para no desentonar. Jugó en buen nivel ante el poderoso Colón de San Justo. Claro que por su endeblez física y la falta de experiencia, un “firulete” innecesario le costó un fuerte golpe de un impiadoso adversario que lo mandó a las duchas con la cara empapada en sangre antes del pitazo final. Nada lo amedrentó. Al viernes siguiente volvió a ser titular y por entonces conseguía que el periodista Juan Carlos Romano resaltara sus pocas bondades en la contratapa del diario El Litoral, dedicado a la LSF.
La suerte estaba echada y sus ganas de seguir creciendo también, siempre al amparo de los estudios como pretendían sus padres. Llegaron las convocatorias a primera con mayor frecuencia, una cita ineludible a la selección santafesina que conducía el ya consagrado “gordo” Rubén y hasta un torneo internacional en las ciudades bonaerenses de Rauch y Maipú vistiendo los colores de un grande de la ciudad. Nunca se corrió de su eje. A la vuelta de ese certamen, con un decoroso quinto puesto entre manos, se negó a pasar a la prestigiosa entidad del sur, que ofrecía pelotas y camisetas usadas a cambio de su ficha y de una dedicación a la que el Rulo le era esquiva. Don Eladio, custodio fiel del patrimonio de “su” club, tampoco se dejó atropellar por la “limosna ofrecida” y todo siguió como antes.
Una tarde primaveral octubre, Roberto Jesús Puppo y su clan con la chapa del Newells de Griffa desembarcaron en busca de jóvenes talentos de la zona norte de la ciudad. El de la vista esquiva a la hora de hablar de profesionalizar sus próximos días volvió a ser elegido junto a otros cuatro amigos. Al Rulo sólo lo movilizaba la idea de viajar con ellos y tener nuevas experiencias juntos (varios había participado con él del certamen bonaerense). Por falta de recursos la movida colectiva no prosperó, pero él se desafió a sí mismo. Viajó en tren con un amigo rosarino vecino de su cuadra, a ver si era capaz de superar un nuevo obstáculo. Llegó a Bella Vista con su bolso de siempre y el papel escrito a mano por el mismo Puppo que le habían entregado tiempo atrás. La prueba duró contados minutos. No fue nada afortunada, pero la recomendación valía seguir en carrera.
Volvió un tiempo más a la prestigiosa ciudad deportiva pero entre la exigencia de la facultad de medicina y su poco apego a entrenar con “máquinas semiprofesionales”, un día plantó bandera y nunca más volvió al laboratorio rojinegro rosarino. Su carrera como “artista del balompié” hacía agua y los sueños de fútbol languidecían en la vieja estación Rosario Norte, hasta que otro golpe de timón sacudió el por entonces vacío presente futbolero. Emisarios de River, por recomendación de un ex entrenador de fútbol santafesino, devenido en empresario, tocaron la puerta del domicilio de sus padres en busca del chico de rulos que no quería seguir pateando. La oferta fue tan desmedida como tentadora para familias con el futuro económico aciago. Buen sueldo, casa, comida y empleo para el viejo, que por estas horas andaba haciendo algunas changas en el pueblo que había elegido para afrontar su vejez.
Es cierto que cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía, pero no había lugar a la especulación esta vez. Aquel romanticismo se apagaba seducido por el vil metal. La necesidad tenía cara de pelota y en sus pies estaba condicionado el futuro de aquellos que tanto habían respaldado su inflexible postura. Nadie lo presionó… solo las circunstancias, y aceptó la oferta con una condición. Un sueldo mayor y sus padres no se movían de aquella aldea santafesina, de ese sitio de ensueño elegido para siempre. Todo se acordó rápido y se firmó en tiempo y forma.
El Monumental de Núñez alumbró los primeros pasos del hombre que siempre se sintió incómodo en este rol de figurita, por el simple motivo de saber patear una simple pelota. Llegaron los partidos, los goles, la prensa, las tapas de los diarios, los autógrafos… Llegó la maldita costumbre de transformar a un tipo que juega al fútbol en “estrella nacional o héroe de la patria”. Pero también le tocó vivir lo peor, porque siempre toda historia tiene su desencanto. Un día cualquiera para el común de los mortales, menos para él, le tocó jugar de visitante frente a ese club que tanto lo cobijó, que tanto lo cuidó. Es que esa popular entidad de barrio, humilde, discreta, fue capaz de crecer tanto o más que él y aprovechó la reestructuración de los Torneo de AFA para llegar a encontrarse cara a cara con el poderoso “Millonario”. Claro que en distintas circunstancias. Como era de esperar en una penúltima fecha, la “Banda” peleaba el título con el siempre duro Vélez, mientras que los santafesinos dependían de un par de buenos resultados para no descender. .
Volver a jugar en Santa Fe, en su “casa”, frente a sus amigos de siempre era difícil, hasta inhumano para un tipo como él. “Uno es un profesional y debe estar preparado para esto”, repiten incansablemente con pasmosa crueldad todos aquellos que se movilizan ambicionando más y más dinero, y se alejan insensibles de aquel pretérito perfecto… Claro, hasta que un día vuelven al club de sus amores pregonando el mismo discurso berreta de siempre: “Este es mi lugar en el mundo”.
Cuando comenzó el cotejo se lo notaba nervioso, ansioso. La visita copó el estadio y se mofaba de la endeblez de las instalaciones. Él percibía sin disimulo lo que afuera ocurría y su fastidio se tornaba insostenible con la misma hinchada que segundos antes coreaba su apodo y se jactaba de grandeza. Se fue al descanso casi sin tomar contacto con el esférico. ¿Sin querer hacerlo? “Muy poco profesional”, dirán los eruditos de la prensa capitalina capaces de ver o inventar todo. El Rulo nunca se llevó bien con la prensa porque argumentaba que “eran las vedetongas de este ambiente”. Se violentaba al ver tanto improvisado dando todo a cambio de suplicar el cariño de un futbolista. “Y cuando digo todo, es todo”, exclamaba sin disimulo y muy seguro de lo que pronunciaba, acaso porque conocía “el paño” como pocos.
Sigamos con lo ocurrido aquella tarde. Transcurrían 37 minutos del complemento. Ya no había tanta jactancia en un sector y los miedos se comenzaban a liberar de los otros. Hasta que el partido explotó. El Rulo tomó de volea una pelota que cayó como un bostezo en la medialuna y la clavó en el ángulo superior derecho del arco rival. Justamente él hacía trizas la esperanza de ellos… y por qué no la suya. Cumplió con su encomendado rol, con ese encargo maldito que portan los dedicados y serios deportistas que se deben al club que les paga. Ese remate tuvo toda la crueldad de su fugaz contenido. Era literalmente el tiro del final. Al mismo tiempo que acalló el grito enfervorizado del gentío que no tenía los colores de su camiseta, pero sí los de su corazón, sintió que era el verdugo principal de los que siempre fueron suyos. Quedó estático, paralizado. Vio los rostros desencajados de sus amigos que se iban a la “B” por no haber optado por tirarla a la tribuna. Sus “cumpas” Adrián Chia, el uruguayo Basadone, el “Chiqui” López… lo miraban sin entender. El “Cone” Herrera solo atinó a decirle a la pasada: “Qué hiciste Rulo, que nos hiciste…” Inmediatamente pidió el cambio. Nadie entendía que había ocurrido. Los especialistas hablaban de un desgarro por semejante bolea… y en parte tenían razón. Porque lo que había quedado desgarrado esa tarde, en ese mismo el lugar donde siempre fue feliz, fue su noble corazón que sintió que él también descendía a la par de Cone, Chiqui, Adrián y tantos más. Ese mismo corazón que nunca se pudo someter a los vaivenes y al súper profesionalismo que brota da la “número cinco” cuando salís de tu cálido y fraternal entorno. Ere el final. Del partido y de su corta carrera.
En ese preciso instante en que todo se oscurecía y el muchacho salía desbocado por las calles de Guadalupe Oeste sin rumbo fijo, pero pretendiendo alejarse de todo y de todos, fue en ese momento, en que corría vestido todo de “River” hasta Avenida Galicia ante la mirada atónita de hinchas, policías, choripaneros; que su esposa opta por prender la luz. Temerosa lo llamó con delicadeza. “Estás bien Rulo? Estás soñando?”. El silencio que se produjo era el mismo que después de aquel gol traicionero. “Si, tranquila…” respondió y lentamente se incorporó.
Aquello, que para quien observaba pavorosa parecía el preludio de una nueva tempestad, era apenas un sueño. “Fue una pesadilla” dijo Rulo con la voz entrecortada por la confusión, los nervios, la emoción… y siguió, “Una de esas pesadillas que estrujan el alma, pero por suerte, fue sólo una pesadilla”, le advirtió con lágrimas en los ojos a su preocupada compañera, aquel discreto ex futbolista de Sportivo Guadalupe.
“Me faltó estado y muchas veces el aire. Me faltó entrenamiento, fuerza de voluntad y capacidad. Lo que nunca me faltó ni me faltará son las ganas de soñar. Hoy, por prescripción médica, no podré volver a mezclarme más en un "picado guadalupense” o jugarme un partidito con los "pibes", pero quiero que sepan que somos muchos los que después de los 40, aún sin jugar si quiera un "soltero contra casados", seguimos convirtiendo goles memorables y jugando el partido de nuestras vidas. Porque el sueño sólo se acaba si retira el soñador… y sepan que yo nunca me retiré”.
* Dedicado a la memoria del querido Rubén Sabena, a mis amigos entrañables de Sportivo Guadalupe y a miles de jugadores que no cambiarían ni en un sueño la felicidad del equipo de sus amores por un puñado de billetes. “Podrán decir que soy un soñador, pero no soy el único” (John Lennon).