¿Somos víctimas y victimarios?

 Mientras los candidatos a conducir los destinos del país en los próximos cuatro años buscan "rascar" un voto que los deje más cerca del objetivo, nuestra cotidianeidad sigue maltratada por las discusiones constantes, por las sospechas interminables, la victimización, la histeria y la mediocridad. Nos invade el resentimiento, la intransigencia y la terquedad. El dinero y el poder están por encima del respeto, las buenas costumbres y hasta de la vida misma. La intolerancia se agudiza en aquellos poblados que creen amenazada su identidad, sus creencias, su patrimonio y características distintivas, al confrontarlas con las de otros individuos. Ese grado de intolerancia creció hasta volverse la mayor señal de degradación moral. Se agravó hasta alcanzar la condición de mal endémico, situación a la que se llegó después de un proceso de acostumbramiento y resignación que viene desde hace muchos años atrás.

Los miedos están dando lugar a una exaltación cada vez más feroz e irracional. En ese sometimiento, en la falta de diálogo, en esa incomunicación y en esa incapacidad de resolver nuestros temores, hay una semilla violenta que crece más que la soja. Nuestro país está inmerso en una cultura del miedo que permea nuestra existencia. Que haya que extremarse hasta lo imposible para sobrevivir, nos retrata de una manera cruda y dramática.

La envidia, la avaricia, el egoísmo, la mezquindad, también nos ha llevado a lugares insospechados… Vivir en sociedad se convirtió en un coctel explosivo, y por tal, estamos todo el tiempo a punto de estallar. Se perdió el principio de autoridad. No hay respeto por padres o docentes. Se esfumó la admiración por los consejos de nuestros abuelos. No nos conmueve la mirada triste de un niño, las manos frágiles de un viejo.

Que la ilegalidad y la violencia hayan calado hasta el tuétano las calles de nuestro país, no significa que estemos condenados al destino de \\'mataos los unos a los otros\\', como reflejan maliciosamente algunos medios. Los comunicadores sociales tenemos una responsabilidad mayúscula en esta búsqueda, hasta ahora infructuosa, de aplacar esta locura. Cada acto violento, por aislado que parezca, tiene nexos profundos con una historia llena de promesas, de frustraciones y de postergaciones. Muchos conflictos terminan de manera irracional porque no hay quien medie o sancione a tiempo a las partes enfrentadas, favoreciendo en última instancia la justicia por mano propia.

Si bien el crimen organizado es una realidad en el mundo y crece exponencialmente en Américalatina, hay muestras de que por estas latitudes, esa cultura que genera reacciones brutales en la vida diaria, es más generalizada. Se han convertido en rutinarias cierto tipo de muertes. Nos acostumbramos a la normalidad del homicidio y a la ligera atribución de la culpa a la víctima -no al asesino-, reflejo peculiar de esta sociedad perversa.

Se ha devaluado la vida. La realidad es tozuda y los hechos demuestran que, independientemente de lo que pasa en el imaginario de la población, muchos siguen desangrándose en la calle por una mirada, una palabra de más o un error cualquiera. Nos acostumbramos a escuchar que los crímenes son por venganza, por “ajuste de cuentas”, lo cual apunta a un fracaso de las políticas de convivencia y de la justicia para pequeñas causas. El tráfico de influencias es una herramienta necesaria para evadir normas, reglas, pautas, controles, y le permite a los “poderosos” salir airosos de cualquier situación más o menos compleja. Y lo curioso es que ya nada nos asombra. Nos acostumbramos al maltrato, la trampa, el dolo, la estafa, el robo, a contar los números de muertos por día y hasta de coches quemados. Los arrebatos callejeros dejan en “libertad condicional” a nuestros abuelos y nadie hace nada, aún cuando el destino nos lleva a ese lapidario final. Hasta las marchas de silencio, atravesadas por el dolor que oprime y la aberrante impunidad, son parte de las tristes postales ciudadanas de una cada vez más fría, descomprometida e insensible sociedad.

La palabra tiene tan poco valor que ya ni la pronunciamos y mucho menos la sabemos escribir. El celular es parte de nuestra anatomía y el facebook se convirtió en nuestra “barra de amigos” sin voces y sin rostros. Llegar a tantos “seguidores” nos hace sentir mejor. Hasta los medios promueven esta jactancia de la nada misma. Es que vale más parecer que ser.

La vida pareciera ser hoy un valor sin valor, la amistad tiene fecha de vencimiento, el prójimo es “el rival a vencer”, la palabra cayó en desuso y la solidaridad sirve para redimir los pecados. La culpa siempre es del otro. Se devaluó el compañerismo, perdió seriedad la ética, desapareció la moral. Vivimos enajenados, en un estado de lucha permanente, como si tuviésemos que vencer a alguien siempre, como si debiéramos alcanzar una meta a cada paso que damos. Y consumimos los días frente al peligro, sobreviviendo… Sintiéndonos víctimas y siendo al mismo tiempo victimarios. ¿Será que somos víctimas y victimarios al mismo tiempo? “Hay tantas maneras de no ser, tanta conciencia, sin saber, adormecida. Merecer la vida no es callar y consentir, tantas injusticias repetidas”.