“El mal no es externo, sino algo que carcome desde adentro”
Los protagonistas de las historias que integran el excepcional nuevo libro de la colombiana son pecadores complejos y con muchos pliegues, como el niño sicario, el Arcángel o Emma la descuartizadora, famosa en Colombia por haber cortado en pedacitos a su novio.
La confesión amorosa golpea como un vidrio que se astilla en mil y un pedazos. “Llevábamos mucho rato haciendo el amor, dedicados a ello con el furor de siempre. Y él no se venía. No podía acabar: siempre le sucedía igual. Y sin embargo esta vez se apartó de mí con brusquedad y empezó a golpearse la cabeza contra la pared, cada vez con más violencia. Se daba como un demente, como si de veras quisiera romperse el cráneo, y yo me asusté”. Podría ser una escena más, solo que Ana, la narradora asustada, es la hija del hombre con el que hace el amor. Como personajes en fuga de la pintura El jardín de las delicias de Hieronymus Bosch, los protagonistas del excepcional Pecado (Alfaguara), el nuevo libro que Laura Restrepo presentó en la 42 Feria Internacional del Libro de Buenos Aires el sábado pasado y sobre el que dialogará hoy a las 16.30 en la sala Alfonsina Storni junto a Piedad Bonett, son pecadores complejos y con muchos pliegues, como el niño sicario, el Arcángel, “un atraco aquí, una crueldad allá, un desquite más arriba, un zafarrancho más abajo”; o Emma, la descuartizadora, famosa en Colombia por haber cortado en pedacitos a su novio: “Me parecía que su cuerpo me hacía gestos, me decía cosas. Yo sudaba mientras lo cortaba, no era tan fácil, no creás, ni siquiera con las enseñanzas de la carnicería”.
“Pecado es producto de la edad, del envejecimiento, de que llega un momento en que dices: ‘voy a escribir como me dé la gana’”, cuenta la escritora colombiana a Página/12. “Es un libro que retoma viejos personajes y una preocupación de hace tiempo, que es que vivimos bajo la acechanza del mal y no sabemos cómo comportarnos frente a él porque no hay un código claro de convivencia entre los seres humanos. El libro lo siento como una novela porque el protagonista central que aparece en todos los escenarios es el pecado. Son capítulos pensados como ciertas series de televisión, como Black Mirror, o ciertas películas como Amores perros o Relatos salvajes con obsesiones comunes que las unen, pero que tienen independencia”.
–¿Por qué El jardín de las delicias opera como cohesionador de las historias que se narran en Pecado?
–El hecho de que el cuadro no tenga palabras y al mismo tiempo sea tan profundamente inquietante a través de las imágenes abría ese campo de libertad, de perplejidad y de diversión porque también es cómico, ¿cierto?; es el gran drama de la pérdida del paraíso y el castigo feróstico del infierno al final, pero visto en términos quizá condescendientes con el género humano y al mismo tiempo con humor. No sé si eso estaba en la cabeza del Bosco al hacerlo, pero ciertamente hoy en día suscita terror y risas; era el modelo del que quería aprender modestísimamente para tratar un tema tan ambiguo y tan escurridizo como puede ser la relación del ser humano con el mal.
–La impresión es que faltan palabras para comprender el mal; es como si el lenguaje que poseemos no nos alcanzara o no fuera suficiente, ¿no?
–Yo tomaría lo que dices y lo reformularía de esta manera: tenemos una estética muy amplia que se ha especializado en el mal. Desde el Decamerón hasta Quentin Tarantino, el mal ha sido ampliamente explorado. Yo lo noto a la hora de pintar los personajes malos de mis libros; no tengo ni que corregirlos. Yo sé cómo es La viuda, el verdugo de Pecado, yo sé cómo es el Arcángel, el adolescente asesino del libro; o en Delirio El Midas McAlister que era el malo malazo, yo me lo sabía de memoria. El mal lo conocemos y tiene un amplio vocabulario y una imaginería muy definida, con ciertos hitos en la cultura popular como puede ser el guasón de la última magistral película de Batman. Para lo que no tenemos palabras es para el bien. En este libro hay un capítulo que está contado desde la perspectiva del bien, “El Siríaco”, que es un santón. Ahí me daba cuenta de la pobreza de nuestros recursos, tuve que recurrir a lecturas medievales parar poder armar a alguien que está caracterizado por el bien, por el pecado que está detrás del bien, que es la soberbia, el creerse mejor que los demás. El bien se ha desdibujado; es una palabra que podría desaparecer de los diccionarios y no está en el ideario cotidiano de la gente. Lo que está pasando ahorita en Europa de voltearle la espalda, cerrarle las puertas y deportar masivamente a gente que viene huyendo de la guerra con sus niños, con sus ancianos, es una demostración contundente de que no sabemos cómo comportamos con el prójimo, como lo llamó Moisés. Eso de amar al prójimo es algo que ha desaparecido del lenguaje laico.
–Difícil olvidar a la periodista húngara que pateaba a los refugiados sirios. ¿Por qué se odia al prójimo, por qué genera tanto espanto en vez de provocar compasión en términos cristianos, más allá de la religión en sí?
–Quizá en términos laicos podría ser respeto, admiración. O en términos más literarios, la fascinación que te suscita alguien con una cultura distinta, alguien que vive de forma distinta a ti pero que tiene una cultura riquísima, complementaria. Es evidente que se ha generalizado en el mundo una forma de vivir y una serie de expectativas que tienen como base el egoísmo, la competencia, la desconfianza ante todo lo que sea distinto, la intrínseca convicción de que hay unos seres superiores que son blancos, que tienen dinero y que aparentemente son los herederos de la tradición del bien y que tienen pánico de que vayamos los demás, incluidos los latinoamericanos, a quitarles lo que tienen. Donald Trump representa la expresión del odio por los demás, esa prepotencia blanca tan imbécil, porque qué otra palabra le puede uno poner. Austria levanta murallas alrededor, ¡pero si no estamos en el medioevo! Si hay una demostración de que urge establecer algún tipo de código de conducta –no te digo Trump porque ya se sale de todos los parámetros y entra claramente en el campo de la payasada sangrienta– es lo que está sucediendo en Europa, que es una atrocidad.
El tono de voz de Laura avanza como si estuviera en un terreno muy familiar. La escritora, cuyo “nombre de guerra” o seudónimo era Mariana o “la mulatona” por el personaje de Caloi, vivió en Argentina durante la última dictadura cívico militar, entre 1978 y 1982. Buenos Aires y Córdoba –la ciudad donde nació Pedro, su hijo argentino– son piezas fundamentales en el rompecabezas de su identidad en la clandestinidad, como militante política del Partido Socialista de los Trabajadores (PST). “Cada vez que Médicos Sin Fronteras me llama para hacer un reportaje yo voy. Ellos tienen unos programas con escritores en los que los llevan a zonas de guerra o conflictos viejos que ya la prensa no cubre porque se vuelven crónicos. Estuve cubriendo el éxodo somalí, estuve en Yemen, en Etiopía y muy cerca de Siria por el lado turco, como un intento de acercarme y de contar algo que tuviera que ver con esos mensajes extrañísimos que nos llega desde esa región, porque lo del Estado Islámico es una forma de maldad avasalladora. Entonces leí sobre los estilitas, esos santones que al principio de la cristiandad se concentraron en particular en Siria para encaramarse sobre una columna y desde la práctica del ascetismo extremo contrarrestar con la bondad la maldad que podía haber alrededor –recuerda la autora de Delirio–. Estuve leyendo un poco los debates de los maestros de la iglesia también en torno al bien y al mal. De hecho el epígrafe de ese capítulo, ‘El Siríaco’, es de Agustín de Hipona, donde señala la soberbia como el primero de los pecados. Me pareció extraordinario desde el punto de vista del mundo contemporáneo.”
–¿Cómo se conecta con el mundo contemporáneo?
–Me encanta que podamos hablar de esta historia porque es curiosamente de la que menos me preguntan. Las otras escurren sangre, pero esta no (risas). Al principio está el santón encaramado en su columna y yo me planteé cómo bajo a un hombre con convicciones tan profundas en su propia misión. Leyendo a San Agustín di con el pecado de la soberbia. Me pareció bonito sugerir el paralelo de la dificultad en el mundo contemporáneo, de que cada quién se baje de su prestigio. Cada quien tiene su columnita, más alta o más bajita, desde el portero que luce con enorme orgullo su uniforme hasta el alto ejecutivo o el político. Somos encaramados en la columna de nuestro prestigio y eso produce una relación muy dura con el prójimo porque tú estás pendiente de que no te vayan a bajar de tu pedestal.
–¿Qué es perder el paraíso?
–Es curioso porque no hay paraíso que no sea perdido. Y perdido desde siempre. En términos cristianos, hay una especie de pequeña tortura mental que es eso que se nos dice: hicimos algo que amerita castigo. Estamos condenados al castigo por algo que hicimos. En el cuadro del Bosco eso es fascinante porque están esas figuritas, esos grillos o seres humanos, esas criaturitas de tan extrañas formas, que están comiendo unas frutas. Nunca son manzanas, siempre son fresas o unas ciruelas. La pregunta de las miles de personas que todos los días se paran frente al cuadro es: ¿Qué fue lo que hicimos? ¿Cómo es posible que nos hayamos comido una fruta? ¿Qué era esa fruta? Es muy difícil pensar que fuera realmente la lujuria como la iglesia se empeñó en contarnos durante mucho tiempo. ¿Por qué la sexualidad, que es una cosa que compartimos con los demás animales, nos llevó a la pérdida del paraíso? Esa idea de que el paraíso existió y que lo perdimos por culpa nuestra es una idea insoportable (risas).
–No se le puede echar la culpa al otro, que es un mecanismo que alivia y compensa a la vez...
–¡Claro! Ahora que ando viviendo en la montaña de la Cataluña profunda, es cierto lo que dice el filósofo Slavoj Zizek: nature is a bitch, la naturaleza es una puta; te descuidas y viene la inundación y acaba con la cosecha. Pero la naturaleza es tan profundamente hermosa que esa destrucción masiva a la que la hemos sometido también implica una nostalgia enorme de algo que pudo ser. En ese sentido, el cuadro del Bosco es muy profético porque el último panel, el destino final, ese mundo calcinado, incendiado, negro, carcomido, se parece mucho a la descripción que hace Svetlana Alexievich en ese libro imprescindible que es Voces de Chernóbil, que podría ser ilustrado perfectamente con el infierno que pinta el Bosco. En esa descripción que hace ella tan meticulosa partiendo de miles de entrevistas, estaría muy bien captado lo que inspira el cuadro del Bosco, que es el mal no como algo externo, sino como algo interno que carcome desde adentro.
–¿Por qué necesitó testimonios auténticos de pecadores para escribir el libro?
–El joven adolescente que se convierte en un asesino para mantener su casa viene de muchas de las entrevistas que hice de la época de Pablo Escobar. Ema, la descuartizadora, fue una muchacha que entrevisté en una cárcel de mujeres, que había cortado en pedacitos al novio. Yo creo que el capítulo más duro es el que se llama “La promesa”, la relación de amor entre una muchacha y su padre. Ese hubiera sido inimaginable para mí. En los relatos tradicionales entre una muchacha joven y su padre, la víctima es la muchacha. No es que en este relato no lo sea, de hecho ella dice que en una semana le destruyeron la vida; pero la muchacha adolescente tiene una fuerza que hace que su historia sea distinta. Ella decide en qué momento meterse en esa relación con su padre, ella decide en qué momento salir. Ella es la adulta frente a un padre y una madre que parecían infantiles. Eso me encantaba. Hoy en día es una mujer fuerte y extraordinaria que tiene muchos años de psicoanálisis que le permitieron entender lo que le pasó y tiene la claridad de poderlo contar con absoluta honestidad. Hay momentos en que ella dice que era una muchacha enamorada y que por eso aceptaba la situación.
–Al margen de que es la historia más fuerte de Pecado, en el plano de la fantasía, ¿qué mujer no ha estado fascinada con el padre?
–Claro. Aunque aquí hay todo un asunto de catre muy explícito, recuerdo que ella me dijo algo que dice el personaje de Ana: yo usaba anticonceptivos. Eso te cae como una cachetada porque es como aceptar que plenamente sabía lo que estaba haciendo y que la concepción era el límite absoluto que no se podía transgredir. Si tú le quitas esa parte de la carnalidad, para cualquier mujer que lo lea es comprensible desde el punto de vista de la fascinación con el padre. Yo le preguntaba si no sentía que estaba metida en una cosa muy oscura porque ella no veía al padre desde que tenía tres años. Y me dijo: “yo siempre soñé estar en los brazos de mi padre y eso era lo que me estaba sucediendo”. Tremendo, ¿no?