Juan José Saer, el narrador de las percepciones
Alejado de las modas, el mercado y la sociabilidad literaria, Saer construyó un universo narrativo personal, alimentado por la poesía y su particular sensibilidad para mirar; Beatriz Sarlo lo recuerda en esta nota.
Era simpático y amable pero nunca benevolente. Su mirada, no sólo la mirada que recuerdo, sino la que captaron las fotografías, tenía el destello de la curiosidad y la desconfianza. En las discusiones era agresivo y mordaz. Una noche, en 1992, se expidió contra el populismo estético a propósito de una obra de teatro que a mí me gustaba mucho y que él no había visto, pero mi crónica le había resultado suficiente para condenar. La discusión creció casi hasta la madrugada. Al día siguiente, él y yo tomábamos mate apaciblemente en la cocina. Uno de los que había participado en la reciente batalla nocturna se extrañó al encontrarnos, medio dormidos todavía, elogiando el sonido de las campanas que se escuchaban lejanas pero extraordinariamente musicales. Después me dijo que no creía que íbamos siquiera a saludarnos, tomando en cuenta la discusión de la noche anterior.
Sus opiniones sobre la literatura contemporánea eran, salvo excepciones, ironías o algunos cautelosos silencios implacables. Parecía completamente convencido de sus brevísimos juicios adversos. No le gustaba Puig, ni García Márquez y lo ponía de manifiesto cada vez que alguien los nombraba. Respetaba a Onetti. Por supuesto, iba en contra de las modas críticas y del mercado. De todas formas, prefería discutir sobre política. Tomaba la literatura profundamente en serio. Siempre que lo encontré leyendo era poesía. Cerraba el libro y no comenzaba una conversación sobre el tema. En realidad, si uno quería enterarse, había que preguntárselo. La literatura era su intimidad.
En el fondo, no se explicaba por qué sus libros recibían una atención tan escasa. Su desprecio por el mercado no sólo le impidió cualquier movimiento de adecuación; también fue un obstáculo para que ganara premios literarios (excepto el Nadal y uno, más bien oculto, de France Culture/Télérama a la literatura extranjera). No tuvo agente literario, ese personaje que los escritores adquieren después de la primera novela y promueve las oportunidades futuras. Si hubo algo que Saer despreciaba fueron "las oportunidades", aunque seguramente hubiera recibido con alegría los euros que las acompañaban. Cuando ganó el premio Nadal con La ocasión, hizo saber a algunos que el título de la novela estaba emparejado con la oportunidad de ganar el premio. Nada dice la anécdota sobre el origen del chiste, una ironía que Saer podía ejercer en este caso sobre sí mismo. Seguramente, le habría gustado ganar más dinero con lo que escribía y dejar de enseñar en la Universidad de Rennes. Cada vez que partía hacia sus clases se quejaba como alguien sometido a una obligación penosa, porque interrumpía la escritura, la lectura o la conversación con amigos. Ganarse la vida dando clase le parecía un supremo acto de injusticia.
Estaba seguro de su literatura, como estaba seguro de la poesía de Juan L. Ortiz. Su mundo literario era extenso (del haiku a la poesía norteamericana, de Sarmiento a Faulkner), pero su sociabilidad literaria era simplemente formal. Por eso, la mayoría de sus amigos no eran escritores. Quiso mucho a algunos poetas (inconmovible relación con Hugo Gola); un gran pintor de Rosario, Juan Pablo Renzi; unos pocos directores de cine, entre ellos Nicolás Sarquis; algunos críticos, como Adolfo Prieto; a Susana Zanetti le agradeció con amistad que fuera su primera editora en Argentina cuando volvieron a aparecer sus libros aquí, con el sello del Centro Editor. No doy otros nombres sino los de quienes ya han muerto; sería ingrato que alguien se creyera omitido. En la amistad, no ponía en juego ninguna consideración estratégica, ningún posicionamiento. La conversación con amigos no incluía la literatura como tema obligado, aunque todos conocían sus pronunciamientos sucintos como máximas. Le gustaba el cine. Cuando Antonioni, ya viejo, visitó París, Saer le tomó una foto que luego mostraba emocionado. No se desesperaba por parecer inteligente. Estaba tan seguro de que, pese a todo, era gran escritor, que no se creía obligado a demostrarlo todo el tiempo.
Practicaba un humor desconcertante, con ráfagas de chistes ingenuos de una cultura ya vieja. Nadie podrá creerlo, pero varias veces repetía el siguiente: "-¿Hablo con la casa de la familia Roquefort? -Sí, pero Roque murió y al Ford lo vendimos". Una vez viajábamos en tren durante una hora, mientras Saer contaba historietas así, en voz muy alta, frente a un vagón poblado de ingleses que trataban de no darse por enterados. Los argentinos, ajenos al escándalo, nos doblábamos de risa. Cualquier lector de Saer se preguntará cómo se combina esto con la exquisita precisión de su literatura. Son los misterios de un escritor que, como le gustaba decir a Saer, es escritor sólo mientras escribe. Lo mismo pensaba de la política. En alguna intervención pública dijo que cuando hablaba de política lo hacía como ciudadano y, en este sentido, no reclamaba ninguna otra autoridad. El "ciudadano Saer" era implacable en sus juicios, desconfiado de las promesas políticas y un hombre pesimista y de izquierda al mismo tiempo.
En las discusiones, podía ascender hasta el insulto. Pero también ejercía una ironía suave, más cercana a la broma que a la agresión. Sus amigos conocían bien esa escala de variaciones, de la familiaridad a la cólera. Un sentimiento nostálgico apaciguaba su ironía. La nostalgia lo acompañaba como un acorde sostenido. Incluso algunas bromas anunciaban que la nostalgia era un desenlace inevitable. Sentado junto a la ventana de un primer piso en Cambridge, mirando hacia el pequeño cementerio que estaba contiguo a la casa, varias veces, en diferentes ocasiones, dijo: "Pensar que estos ingleses desgraciados el año que viene no nos van a dejar estar aquí". Ironía y nostalgia futura. "Estar aquí" (en París, Santa Fe, o donde fuere) quería decir conversar tranquilo, salir a buscar algunos vinos que juzgara excepcionales, mantener diálogos eruditos con quien se los vendía, abrir esas botellas y disponerlas para que tomaran aire y estuvieran listas para la comida de la noche. Discutir, claro está, tanto sobre las cosechas del vino como sobre política, sin miedo a que el tono fuera escalando.
Evitaba hablar de lo que estaba escribiendo. El día que lo conocí, mientras caminábamos hacia el restaurant parisino donde me indicó comer un gigantesco plato de salchichas oscuras y morcillas que me resultaron del todo exóticas, mientras pasábamos frente al Hotel de Sens, que le gustaba particularmente, le pregunté, como si le estuviera haciendo un reportaje apurado, qué estaba escribiendo. Con un tono que no anunciaba más explicaciones, me dijo: "Una novela policial". Era Nadie nada nunca.
Hoy sabemos que Saer traducía algún poema antes de sentarse a escribir un relato. No mostraba esas traducciones ni pensaba publicarlas. Eran sus ejercicios. Y, sin embargo, esta relación intensa con la poesía la percibimos sus lectores aun antes de conocer las traducciones que recién aparecieron en losCuadernos, después de su muerte. Desde la poesía, Saer escribió sus relatos. La poesía era su horizonte estético y, al mismo tiempo, el suelo seguro de su relación con el lenguaje.
La sensibilidad de sus descripciones está fundada en la fuerza poética de la percepción. Saer observa el paisaje, las variaciones de la luz, los reflejos, los movimientos, y la precisión sensible de esas descripciones es una de sus cualidades originales e inconfundibles. Podría decirse: cuenta historias para tener la oportunidad de describir, cambiando de ese modo la relación acostumbrada entre lo que se narra y los lugares donde eso transcurre. No hay otro escritor así en la literatura argentina, nadie que haya narrado el temblor de las hojas, la caída del agua, el avance de la noche en un patio cervecero. Tuvo el sentido de lo concreto. La novedad de sus relatos tiene que ver con este lugar insólito de la descripción y, naturalmente, con la capacidad perceptiva, inigualable. O, para decirlo de otro modo: Saer describe los movimientos de sus personajes y narra lo que, en una literatura menos singular, serían las descripciones. Describe la acción y narra la percepción.
La otra manera de "ser Saer" es la observación desencantada y, al mismo tiempo, irónica, tan afectiva como melancólica, de sus personajes. No busca en ellos la inteligencia sino la singularidad, aquello que los vuelve únicos, casi extravagantes, pero no por los rasgos que definen habitualmente la extravagancia o la originalidad sino por otros, menos vulgares, difíciles de nombrar. Tienen la rara cualidad de nunca tomarse completamente en serio. Tomatis, Washington Noriega, el Gato, Leto son inolvidables porque no responden a un tipo literario o social definido antes que ellos mismos.
Sobre este escritor escribí un libro y fui feliz.