Un viaje desde el desierto hacia el espacio exterior

Fue un cierre perfecto para el festival que propuso juntar a seis nombres de alta gama, y que se repetirá el próximo fin de semana. Cada cual a su manera, los dos conciertos dieron el último pincelazo a una serie que fue mucho más que un recorrido por la nostalgia.

Roger Water

Desde Indio, California

Trump is a pig, explota la pantalla en letras megagigantes, como para que quede más o menos clara la opinión del artista sobre el candidato presidencial republicano. Acaba de terminar un desfile de frases célebres del hombre de peinado e ideas discutibles y la conclusión estalla, enmarcada por los cerdos gigantes que flotan sobre la marea de gente unida en una rechifla general. Esta tarde el desierto mostró las uñas: una considerable nube de polvo se suspende sobre el Empire Polo Club, dándole aún otra dimensión a la escena.

Trump is a pig

En un fin de semana que tuvo varios gestos políticos, el de Roger Waters en la noche final del Desert Trip es el más explícito, el más combativo. Y viene envuelto en una experiencia audiovisual que arrebata los sentidos, que lleva a que los espectadores ya no estén en ese lugar sino flotando en algún lugar de su propia consciencia. Está sonando “Pigs (Three different ones)”, claro: en una lista muy bien balanceada, Animals corre con la ventaja de ajustarse bien a lo que el bajista quiere decir además de cantar. Quizá por eso la escenografía replica a la fábrica de la portada de ese disco, con cuatro chimeneas coronando el escenario, tres pantallas gigantescas que son una paleta de posibilidades creativas nada menor en el efecto final. Es notorio que Waters quiso dejar huella en el encuentro de gigantes: diseñó un show bien diferente a la puesta de The Wall, apeló al corazón de la obra pinkfloydiana, al eterno encanto de la performance rock. Y cumplió con su promesa de presentar “el sistema cuadrafónico más grande que se haya utilizado nunca”, vehículo ideal para un repertorio exclusivamente integrado por títulos del grupo que compartió con David Gilmour.

Pero antes del extraordinario cierre de un festival de por sí extraordinario hubo otras cosas. Para la tercera jornada, las 75 mil personas se mueven por el predio con la naturalidad del experto: la larga pausa entre una banda y otra no es considerada un incordio sino la posibilidad de socializar, de caminar el campo, de ser aliviado en la billetera por los puestos de merchandising que expenden camisetas a 40 y gorros a 30. De relajarse, comer, echar humo o vapor al cielo –debe recordarse que el estado de California tiene una legislación progresista con respecto a la marihuana–, de gozar hasta la última gota la experiencia del Desert Trip. Es cierto que hay gente de todo el mundo. A los argentinos se los distingue fácil, porque el argentino es de hacerse notar, pero nadie se muestra ofendido por las expansivas costumbres del sur del continente. Tampoco es que los locales sean dechados de comportamiento: hay alegres encontronazos en cada rincón, en las zonas gastronómicas donde todo es saciar el hambre permanente entre sonrisas y comentarios extasiados.

En ese contexto salió a escena The Who. El cínico tiene la total libertad de decir “lo que queda de The Who”, pero no hay mayores soluciones para la muerte, y si Pete Townshend y Roger Daltrey sienten la necesidad de seguir haciendo cosas con esa banda con la que arrancaron no queda más remedio que pensar variantes. Como supo remarcar el guitarrista al final, encontraron excelentes sustitutos para John Entwistle (fallecido en 2002; el sábado era justo su fecha de nacimiento) y Keith Moon (en 1978) con Pino Palladino y Zak Starkey. Si a eso se suma el excelente estado en que se encuentran los dos históricos, resulta que ver a The Who en 2016 resulta una experiencia más que gratificante.

¿Cómo no va a estallar todo el campo cuando se apagan las luces y lo primero que suena es el par de acordes que abre “I can’t explain”? Pete será todo un señor, pero la fiereza con la que gana el escenario y empieza a tirar huracanes sónicos en su guitarra desmiente los 71 mayos vividos. A los 72, Daltrey exhibe un físico envidiable y su voz no llega a los hiperagudos de antaño, pero tiene una presencia y una potencia en los medios y graves que le permiten surfear dos horas de show con toda solidez. Y The Who suena. “Who are you” enciende a todos los presentes, y basta una seguidilla de históricos para que la fecha final del festival encuentre su estado de ánimo definitivo. Primero va “The kids are alright”, desatando una fiesta de feliz espíritu adolescente. De sobrepique surge “I can see for miles”, uno de esos arranques dramáticos que tan bien le calzan a la banda. Y la agitación contagia hasta a las caras localidades de los Grandstands cuando Daltrey se pone a tartamudear como en los sesenta y en el valle resuena “My generation”.

En Indio está esa generación, y otra y otra más; es en el pit delantero, al pie de escenario, donde abundan los millennials, en contraste con los ex baby boomers que se desparraman por el resto del lugar, que hasta ocupan los estacionamientos con casas rodantes estilo mansión. Los de adelante, y los de atrás también, quedan despeinados por la cabalgata de “You better you bet”. Se asombran con la vigencia que puede tener el material de Quadrophenia, bien representado por “I’m one”, “The rock” y “5:15”. Para cuando la revisión llega a Tommy y cosas como “The Acid Queen” (con la “iron maiden” de agujas del film representada en pantalla) y “Pinball wizard”, milagro: todo el mundo, hasta los que agitan las joyas, está de pie. El megaclásico combo de “Baba O’Riley” y “Won’t get fooled again” pone la nota final con una catarata de rock en ebullición, rolls épicos de batería a la Moon, guitarrazos de Pete, revoleos de micrófono de Roger, un contundente mensaje desde el valle al mundo: sí, nuestra generación es hoy la de los geriátricos, pero fijate si podemos rockear.

De a poco, mientras se consumían las últimas recorridas por un predio donde todo funcionó a la perfección, donde ni siquiera hubo que lamentar las invectivas de asistentes a otros festivales por las botellas de agua a 5 dólares (aquí cotizaron a 2, dentro de una política de precios bastante razonable), la escenografía general se fue preparando para el final de fiesta. De a poco, insidiosamente, el sistema cuadrafónico se fue probando con una serie de ruidos y sonidos que empezaron a aparecer por todas partes; ese entramado sonoro, de voces, sonidos musicales e intervenciones de todo tipo, se convertiría en pieza capital de un concierto-hito, al estilo de aquel The Wall en Berlín. Waters quiso darle al festival un espectáculo distintivo, y lo logró: en un campo convertido en sucursal del espacio exterior, el mero arranque con “Speak in the air” y “Breathe” denunció la intención de entregar un show para grabar en las piedras.

Nada de material solista o innecesarias divergencias. Waters eludió la tentación de tener que demostrar que es Pink Floyd pero también todo lo otro, y tuvo el tribunero gesto de armar un setlist apto para lo que prometía el Desert Trip. Un festival para la legión de colgados en el sillón con una tapa desplegable en las manos, con invitación especial a la generación que suele consumir la música de modo muy diferente. Incluso, una manera de forzar nuevas conductas en el show de rock: aunque abundaban los celulares en alto para registrarlo todo, también es cierto que la imponencia del sonido y las imágenes producía un efecto de abstracción tal que muy pocos se les ocurría algo como bajar la vista a chequear un mensaje de whatsapp.

Los mensajes llegaban desde el escenario, y desde allí en todas direcciones. La deformidad de la línea de bajo de “Set the controls for the heart of the sun”, pieza de A saucerful of secrets que ya de por sí produjo un efecto devastador, y era además la puerta de entrada a un combo en el que los desert trippers abandonaron la Tierra. La andanada de relojes de “Time” pareció una presencia casi física, y todo lo que sucedió después lo confirmó; “The great gig in the sky” alcanzó cotas inesperadas con la participación del dúo integrado por las cantantes Jess Wolfe y Holly Laessig, de los neoyorquinos Lucius. El coro original de Clare Torry se dividió en dos voces complementarias, armonizando nuevos escenarios sonoros para una pieza legendaria. Y cuando las palmas aún estaban enrojecidas, “Money” y “Us and them” coronaron un segmento excepcional.

Con el público agarrado de todos los costados, inmerso en una placenta de música, Waters no tuvo piedad. Se permitió rescatar “Fearless”, el tema de Meddle que incluye a la hinchada del Liverpool FC cantando el himno de Gerry and the Pacemakers “You’ll never walk alone”, y que le dio al campo un ámbito sobrecogedor. Usó “Shine on you crazy diamond” para convertir al escenario en un cammpo estelar plagado de nebulosas punteadas por el espíritu de Barrett. Con “Welcome to the machine”, “Have a cigar” y “Wish you were here” suspendió toda percepción de tiempo y lugar. Y para cuando desembocó en The Wall, en hitos como “The happiest days of our lives”, “Another brick in the wall Pt.2” (con un coro de jóvenes en escena con remeras con la frase “Derriben el muro”) y “Mother”, estaba claro que el espíritu tripero fraguado por Pink Floyd en los ‘60 y ‘70 tiene perfecta aplicación en el presente.

Así llegó la seguidilla de Animals, y los saludos a Trump, una exhortación a “que termine la ocupación del ejército israelí en Palestina” y el único final posible para la conclusión más perfecta que podía tener esta majestuosa idea, coronada con toda la gloria, del festival Big 6. Con la luna enrarecida por la atmósfera de Sonora, “Brain damage” y “Eclipse” ofrecieron el campanazo ideal, la fuga de sonidos perfecta para desatar el último torrente químico–emocional en el cerebro y el cuerpo. “Todo lo que es ahora, todo lo que se fue / Todo lo que está por venir y todo bajo el sol / está afinado / Pero el sol está eclipsado por la luna”, canta Waters en la melopea final, y el mar de gente, iluminado por las luces, por los últimos fuegos, con los brazos en alto, ofrece una postal que llena los sentidos. Polvo del desierto. Polvo estelar.

Roger Water