Cuando las canciones son un vehículo para la literatura
La decisión de la Academia sueca despertó reacciones de toda clase, pero sus fundamentos parecen claros: “Dylan se inscribe en una larga tradición que remonta a William Blake. Un gran poeta en la tradición de la lengua inglesa, muy original”.
Es de manual: exceptuando recortes interesados, lo objetivo dura siempre lo que el hecho. Nada más. El resto, como decía Nietzsche, es pura interpretación, subjetividad, opinión o capricho. El hecho, en este caso, es que a Robert Allen Zimmerman (más conocido por Bob Dylan) le otorgaron ayer el Premio Nobel de Literatura. Fue a través de la Academia Sueca y lo anunció su secretaria de tal ente, Sara Danius, a través de la televisión pública del país nórdico. “Bob Dylan se inscribe en una larga tradición que remonta a William Blake”, dijo Danius, en referencia al legendario poeta inglés muerto en 1827. La secretaria general de la Academia Sueca agregó que el premiado es “un gran poeta en la tradición de la lengua inglesa, muy original” y que “ha logrado reinventarse muchas veces a sí mismo, creando una nueva identidad”. Como cabía esperar ante tal nombramiento, provocó que el mundo de la cultura estallara en posiciones encontradas. ¿Un músico recibiendo un Nobel de literatura? ¿Qué es esto? ¿A quién se le ocurrió? ¿Cómo se atrevieron?, se dijo, tomando como punto de partida la “caprichosa” postura de los guardianes de la tradición a quienes tal vez se les escape que el hombre de las pocas y sarcásticas sonrisas –además de estar nominado para recibir el mismo premio desde hace veinte años– ya ha recogido galardones notables como un Pulitzer otorgado por sus composiciones líricas “de extraordinario poder poético”; un Oscar y un Príncipe de Asturias de las Artes (2007).
Mucho antes, allá por junio de 1970, Dylan había sido nombrado Doctor Honoris Causa por la Universidad de Princetown. Su nombre también figura en el Salón de la fama de compositores de Nashville, además de contar con otro antecedente: el título de caballero de la Orden de las Artes y las Letras con el que fue investido por el ex Ministro de cultura de Francia Jack Lang. Más cerca de este derrotero, el jurado tomó la decisión precisamente por las experiencias poéticas del hombre nacido en Minnesota en 1941. Puntualmente –o una de las causas contundentes– fue aquella recopilación de escritos, dibujos y acuarelas (como Drawn Blank, que a principios de este siglo se expondrían en varias galerías europeas) que el propio Dylan comenzó a delinear en épocas del controversial Pat Garrett & Billy the Kid (el de la genial “Knockin` on heaven´s door”, grabado en 1972, que da nombre a una de las películas en las que actuó). Pero también por un libro poco conocido como Tarántula, quizás eclipsado tras las estelas de grandes discos del segundo lustro de la década del sesenta como fueron Highway 61 Revisited y Blonde on Blonde.
Tarántula es un libro en el que el músico cuenta acerca de sus hábitos y costumbres, durante el período que lo escribió, y sería como una especie de antecedente lejano de otro de los factores que justificaron la elección de la Academia para legitimar el premio: el perfil original de las letras de varias de sus canciones publicadas en el libro Lyrics y, sobre todo, en otro libro: el Volumen uno de Crónicas en el que, de manera mucho más ordenada y sistemática que el viejo y espontáneo Tarántula, Dylan cuenta su propia vida, tal vez cansado de que lo hicieran otros. De que “lo construyeran” bajo subjetividades ajenas. “Si miramos miles de años hacia atrás, descubrimos a Homero y a Safo escribiendo textos poéticos hechos para ser escuchados e interpretados con instrumentos. Sucede lo mismo con Bob Dylan. Puede y debe ser leído”, fue otra de las declaraciones de la Academia a través de su portavoz Danius, tomando en cuenta el libro publicado en el que Dylan dedica varios capítulos a sus primeros años de estadía en Nueva York, y también escribe profundo sobre los disco New Morning y Oh mercy. Aquellas crónicas, además, alcanzaron el segundo puesto en la lista de libros de no ficción más vendidos y fueron nominadas al Premio Nacional del libro. Pero cabe agregar que el modelo de estas Crónicas ya lo había anticipado unos treinta años, a través del disco Desire, cuyo estilo narrativo en sus letras lo acercaba al tipo de crónica de viajes.
También se ha tomado en cuenta el vínculo inquieto de Dylan con el cine, además de la versatilidad del artista en su impronta musical. “Como artista ha sido altamente versátil, y ha trabajado como pintor, actor y autor de guiones (...) se ha convertido en un icono. Merece el premio por haber creado nuevas expresiones poéticas dentro de la gran tradición de la canción estadounidense”, se anunció también a través de la red social de la institución, y acá entra el vínculo mencionado. Las performances cinéfilas de Mr. Zimmerman, por caso, en Corazones de fuego, de Richard Marquand (1987) donde hizo de Billy Parker, y en el largometraje Anónimos en el que, además de participar del guión, cumplió con creces el papel de Jack Fate.
Dylan recibirá por el premio la nada despreciable suma de 832 mil euros, además del diploma y la medalla de oro, algo que muchos –incluyendo a las casas de apuestas que suelen hacer su agosto ante estos acontecimientos– pensaban que recibirían el escritor japonés Haruki Murakami, el albanés Ismail Kadare o el estadounidense Philip Roth, que también repartían simpatías entre algunos de los dieciocho miembros del jurado.
Por supuesto que, teniendo en cuenta el talante de los competidores, las reacciones, los pro y los contra, no se hicieron esperar. Al contrario de la “pax romana” que se mantuvo con la ganadora anterior (la bielorrusa Svetlana Alexijevich), este premio suscitó sorpresas y posiciones disímiles entre hombres y mujeres de letras, de diversas latitudes. Entre los polos de sentido, cuando ocurre una novedad como esta, aparecen los negros, los blancos y los grises. Unos, revisionistas culturales de los buenos, celebraron la apertura de un criterio de elección que muchos pensaban hermético, mientras otros vieron al premio como una afrenta al libro como objeto, y al “escritor o narrador” como sujeto. Entre los primeros, uno de los que se hizo oír fuerte fue el novelista mexicano Alvaro Enrique, que escribió en su cuenta de Twitter sobre la antigua relación entre la poesía y la canción. Y fue a más, incluso. “La canción es un género literario mucho más antiguo que la novela, un bebé de cuatrocientos años”. En parecida línea se pronunció el escritor de Los versos satánicos, Salman Rushdie, quien se expresó en términos de gran elección y pensó a Bob como el heredero de la tradición bárdica. En el otro rincón se sentó el célebre novelista Irvine Welsh, autor de Trainspotting: “Me encanta Dylan, pero este premio es para mí una nostalgia mal concebida, arrancada de la próstatas rancias de hippies seniles”, pegó duro el hombre.
La verdad relativa –como “casi” toda verdad–, es que los literatos y críticos parecen apoyarse, en general, en compartimentos estancos para dar su interpretación del hecho. Por supuesto que si a Dylan se lo encorseta en la amalgama de sonidos folk, blues, rhythm & blues y rockeros que, por presentar un caso sintomático, convierten a Blonde on Blonde en uno de sus discos emblemáticos, este tipo de reconocimiento queda corto. Ahora, si por ejemplo se va a la letra de uno de las catorce canciones que pueblan aquella placa (“Just like a woman”, por caso), el sentido cambia: “Y tus insultos que perduran me lastiman, pero lo que es peor es el dolor que tengo acá adentro. ¿No se nota que no encajo?”, desgranaba un Dylan con un timbre de voz menos nasal que el de hoy pero igual de áspero, en el tema dedicado a su principal difusora por entonces, Joan Baez. Mucho mayor es la justificación si se toma como ejemplo literario la intrépida y larga “Sad eyed lady of the Lowlands” (“La dama triste de las tierras bajas”) cuyo texto casi barroco está construido desde imágenes tan intrincadas como conmovedoras.
Hay otros ejemplos de la época que los jurados pro Dylan tal vez no hayan pasado por alto, como la vieja “Dear Landlord”, parte de aquel nodal disco, muy en la línea folk rock, llamado John Wesley Harding. “Todos hemos trabajado demasiado duro / para conseguir lo que queremos / pero nadie puede llenar su vida / con las cosas que ve y no puede tocar”, canta Dylan. O la tremenda y surrealista “All along the watchtower” (“A lo lejos en la distancia / un gato montés gruñó / dos jinetes se acercaban / el viento empezó a ulular”) que cantó en el festival de la Isla de Wight, ante tres de los cuatro Beatles: John, George y Ringo, en quienes –viene al caso recordarlo– insufló inclinaciones poéticas, al menos en los primeros dos. “Acabábamos de escucharlo, y nos trasladó. El contenido de las letras de las canciones y simplemente la actitud, era increíblemente original y maravilloso”, comentó Harrison, luego de aquel concierto.
Otra pata que engancha a Dylan con la belleza poética se lee a través de quienes lo nutrieron e influyeron más allá de lo estrictamente musical. De quienes fueron sus antorchas. Por este camino andan Woody Guthrie, , el patriarca folk de quien prometió ser su heredero y a quien le dedico “Song to Woody”, una de las dos composiciones que incluyó en su disco debut, editado en 1962. Otras musas fueron Ramblin’ Jack Elliott, Pete Seeger o el mismo Dylan Thomas, de quien el músico tomó su apellido artístico, según consta en sus crónicas. También Allen Ginsberg, el poeta beat que una vez definió el tema “Chimes of Freedom” como una sucesión de cadenas de imágenes intermitentes; T.S Eliot, Ezra Pound, Sam Shepard, William Blake y Andrew Motion, por mencionar solo algunos. En suma, la sociedad, la política, la contracultura, el amor, el poder de la imaginación, la filosofía, el humor, la religión (como en la dupla Slow train coming / Saved), lo secular, el sexo, la carne, lo etéreo, y lo estrictamente estético–literario jamás estuvieron ausentes en la producción artística del nuevo Nobel de literatura y, aunque a veces pasa, es difícil que se equivoquen los que saben. O los que solo saben que no saben. Por caso, los que organizaron, como una prueba más por la positiva, simposios sobre su obra en las universidades de Maguncia, Bristol y Viena, cuando el futuro Nobel cumplía setenta años. Ahora tiene 75. Y estatura de gigante.