El siglo de una de las reinas del jazz
Un recorrido por la vida y los clásicos de la voz femenina más grabada de la historia de la música, cuya inmensa influencia sigue hasta nuestros días.
Erase una vez hace 100 años… Ella, la dama de la canción. La voz femenina más grabada de la Historia, Ella Fitzgerald. Madre universal del swing, diosa de la tierra y del ritmo. Negra y brumosa. Ella, ninguna igual. Esa mujer: la reina del jazz.
Ella Jane Fitzgerald cumpliría 100 años este 25 de abril. Fue una de las más grandes instrumentistas de jazz. Y su instrumento fue su voz. Comenzó con la orquesta de Chick Webb, una big band con hinchada propia y dirigida por un baterista que en los albores del swing había derrotado al conjunto de Benny Goodman en el histórico Savoy Ballroom de Harlem. Los primeros pasos de Ella comenzaron en un concurso de baile para talentos jóvenes en el Apollo Theater. Fue hasta allí, se dio cuenta de lo que el feroz público juzgaba y, en vez de bailar (su plan original), cantó. Y venció. Pero en el teatro no la juzgaron muy linda como para contratarla y entonces la descubrió Charlie Linton, el cantante de la orquesta de Webb. Al verla, Webb –jorobado, 1,24 metros de altura por una tuberculosis vertebral– dijo algo así como “‘eso’ no va a cantar en mi orquesta”. Ella tenía todo el aspecto desalineado de una huérfana de 17 años que había escapado de orfanatos para vivir en la calle o en burdeles. Linton amenazó con renunciar si la orquesta no la contrataba. Y dos años después, las revistas Downbeat y Metronome la votaron como la mejor cantante del país. Ella Fitzgerald vencía a Billie Holiday.
A los 21 años su versión de “A-Tisket, a-Tasket”, una canción infantil, había llegado al N° 1 en las radios. Cuando la fragilidad física de Webb empeoró y lo llevó a una prematura muerte, llegó a decirle a un amigo: “Cuiden de Ella”. Pero Ella, yin femenino, una voz blanda y flexible en el yang competitivo del mundo del jazz masculino, no necesitó que la cuiden: se hizo cargo del equilibrio de la orquesta y la dirigió hasta su disolución en 1942, cuando se hizo solista.
“No sé qué tenías, que me quedaba inmóvil, como hipnotizada y embarazada; supliste a todos los varones con tu formidable sexualidad plateada”, escribió la poeta Marosa Di Giorgio. La sexualidad de Ella era un tic sensual de mujer adulta y nena pizpireta al mismo tiempo. Su sentido inigualable para el scat, la improvisación vocal, quedó escrita en la historia en su versión de “Oh, Lady, be Good”. Es la suntuosidad de su voz que sube por su apetitoso cuello de alpaca y se convierte en gracia, en humor. En swing.
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Ella Fitzgerald: El legado de una artista única
Por Nicolás Pichersky
No es broma: Ella fue una de los grandes comediantes de la música. Basta escuchar su versión de “Mack the Knife” del disco Ella in Berlin. En Alemania, tierra de los autores de la canción (la dupla Brecht & Weill) Ella combate una repentina amnesia lírica e improvisa: “Oh, cuál es el próximo estribillo/ de esta canción/ Ahora es este/ Creo, no sé” y luego canta (y actúa) una recargada imitación de Louis Armstrong. No hay registro visual, sólo música, pero entre los aplausos escandalosos del público, vemos todos los dientes de su sonrisa cuando articula un tímido “Thank you”. Su versión en vivo del clásico “Old McDonald” dinamita una energía que podría prefigurar a grupos como The Who. Es Ella, que usurpa bestialmente todas las onomatopeyas de la granja con un bop realmente hot que hace volar todo por los aires. Canción para niños o no, la cantante termina mandando todo al demonio con gesto punk: “Ah, the heck with it!”. Ni preguntarse entonces por qué es la cantante más compilada en selecciones de jazz para chicos o los motivos de que sea homenajeada en la serie infantil Los Backyardigans.
Entre los millones de desocupados de la Gran Depresión, los linchamientos en el Sur o la cercanía de la Segunda Guerra Mundial, Ella cantaba. Un sol nervioso que entonaba como nadie y daba alegría al pueblo. No interpretaba standards como si boxeara con la vida, como Billie Holiday, y su fraseo no provenía de las esquirlas del discurso amoroso. Y no, no tuvo la expresión “noir” y tórridamente sensual de Bessie Smith o de su antecesora Ma Rainey. Todas ellas (Cleopatras, Fedras y Ofelias del canto, como las llamó el historiador Eric Hobsbawm en su libro The Jazz Scene) tienen un drama del que Ella careció. Y sin embargo, Miss Fitz era y sigue siendo un felino redondo que nos cosquillea los pies y se queda con nosotros mientras escribimos o escuchamos su música. En su versión de “Manhattan” podemos oír el sonido invisible de la nieve cayendo al suelo; en “Embraceable You”, de George Gershwin, Ella narra eso que no tiene traducción al castellano: la “abrazabilidad” a las personas que extrañamos. Ella, como intérprete en todo el arco de su significado: intérprete de la música, traductora de los afectos. Si hubiera que definirla en imágenes, Ella es la humanización, en una misma persona, del cómic belga Ernest et Celestine: un corazoncito tibio de ratón, latiendo dentro de un formidable oso.
En el cielo. Así nos hace sentir Ella, así canta, cuando al llegar a la década del 50 graba “Cheek to Cheek” junto a Louis Armstrong. El celestial “Heaven, I’m in heaven…” perteneció a uno de los tres discos fundamentales que grabaron juntos. Pero para la misma época comienza a grabar los famosos Song Books, los cancioneros americanos con los que se lanza el sello Verve, invención de su mánager, Norman Granz. Con el canon de la música popular de su país Ella vuelve al formato de las big bands: un jazz en formato widescreen que con sus secciones colma todo el telón de nuestra atención. Son ocho discos esenciales (en los 80 luego se sumaría un noveno con repertorio de Tom Jobim) que se destacan no sólo por el renovador clasicismo de su corpus sino además por los nuevo arreglos: jazz pero también pop, accesible para los curiosos y para fans del jazz. Dedicados al repertorio de los hermanos Gershwin o Harold Arlen (este con portada de Henri Matisse) entre otros, es el de Duke Ellington el único que contó con el mismo autor también como intérprete. Cole Porter, uno de los más sensibles cancionistas del siglo XX, dio su veredicto cuando escuchó su versión de “Ev`ry Time We Say Goodbye”, compuesta por él mismo: “Caramba, qué maravilla de dicción tiene esta chica”. Ninguna de estas canciones fue escrita por Ella y sin embargo el alma de ellas le pertenece.
Atenta a los tiempos cambiantes, la diva fue permutando a los Rodgers & Hart y los Kern & Hammerstein por la joven dupla Lennon y McCartney: la frescura compositiva de los Beatles hace que sus versiones de “Can´t Buy Me Love” o “A Hard Day’s Night” sean ideales para la exquisita claridad de su voz. Mientras la autopista de los 60 avanzaba eléctrica y ácida con el quinteto de Miles Davis o el free jazz en dirección a la atonalidad (y a la separación entre público y música), Ella seguía siendo un Cadillac aristocrático de canciones nuevas y populares. Graba una versión de la canción protometal “Sunshine of Your Love”, apenas unos meses después de que Cream, la banda del momento de Eric Clapton, la lanzara al mercado. Es un chispazo de furia blusera que causaría la envidia de Etta James y que junto a la versión de “Norwegian Wood” por Buddy Rich o “Hush”, de Deep Purple, por la orquesta de Woody Herman, podría enmarcar lo mejor del rock de los 60 en versiones jazzeras.
En los 70, el sello Pablo Records impulsa a Ella nuevamente. Se trata de la ingeniosa idea de revalorizar a los fundadores del género (Ellington, Basie, Peterson, Gillespie) con grabaciones en pequeños combos. (Para tener una imagen de la ideología de esta empresa discográfica, imaginemos gratis –y engolosinados– un hipotético sello independiente argentino que en esa época hubiera grabado a Ada Falcón, a Libertad Lamarque, a Charlo, con mero acompañamiento de guitarra o bandoneón solo). En los cuatro discos de estudio que grabó en duetos con el guitarrista Joe Pass, su voz no es naturalmente la de antes, pero la química entre ambos mantiene su galanteo invicto.
“Tres días dedicados exclusivamente a las grabaciones de Clifford Brown son tres días bien empleados” escribió Hobsbawm en el libro citado más arriba. Parafraseando al historiador inglés y jazzmaníaco, podríamos decir que dedicar toda una vida a escuchar los más de 200 discos de Miss Fitz no alcanzaría, pero serían días seguramente bien empleados. Hoy, a cien años de su nacimiento, la influencia de la reina del jazz se perpetúa. Respira risueña entre cantantes como Dianne Reeves, Queen Latifah, Dee Dee Bridgewater o la gran Cécile McLorin Salvant. Y la felicidad que nos da, imposible de clonar, no tiene fin.