Israel, la fundación de un estado
En el 70° aniversario de la declaración fundacional del país de Medio Oriente.
El viernes 14 de mayo, a las cuatro de la tarde, en el Museo de Tel Aviv, David Ben Gurión lee la declaración fundacional del estado judío de Israel. El acto estuvo precedido por las estrofas de Hatikva, la canción sionista elevada a la condición de himno nacional. Precedió simbólicamente la reunión -en la que trece hombres de traje oscuro y corbata le otorgan solemnidad al acto- el retrato de Theodor Herzl, el fundador intelectual del sionismo, el proyecto político que se propuso un hogar nacional para el pueblo judío.
El Museo donde se realizó la ceremonia está ubicado sobre la avenida Rotschild, una secreta coincidencia con el nombre de la persona a quien treinta años antes, el canciller inglés Arthur James Balfour le dirigió una breve carta comunicándole la decisión del gobierno británico de reconocer un hogar nacional para el pueblo judío. Ese viernes a la noche, mientras las tropas del mandato británico se retiraban de Jerusalén y las principales ciudades de la región, los judíos salían a la calle a festejar el sueño hecho realidad para un pueblo que desde hacía por lo menos dos mil años erraba por el mundo padeciendo persecuciones, discriminaciones y matanzas.
Más allá de las periodizaciones religiosas, en esa noche de mayo de 1948 el pueblo judío se sentía con derecho a festejar con lágrimas de alegría y de dolor en el rostro, porque hacía apenas tres años que había concluido la segunda guerra mundial con la revelación horrorosa del Holocausto, el genocidio perpetrado por los nazis contra seis millones de judíos.
Ben Gurión sin embargo no se sumaba a los festejos. El sagaz y lúcido político israelí sabía que el horizonte inmediato que los aguardaba era la guerra y, en este caso, la inminente invasión de cinco países árabes decididos a echar a los judíos al mar. En realidad, la guerra había empezado hacía alrededor de seis meses, en noviembre de 1947, cuando la ONU decidió, a través de la Resolución 181, legitimar dos naciones en Medio Oriente que incluía un territorio para los árabes y otro para los judíos. La votación de la Asamblea dio treinta y tres votos a favor de la partición, trece en contra y diez abstenciones. Estados Unidos y Rusia votaron a favor; Argentina e Inglaterra se abstuvieron; y todos los países árabes votaron en contra.
No pasaron 24 horas de la decisión de dos estados para dos pueblos, cuando la Liga Árabe declara la guerra a Israel, mientras que los árabes de la región ya estaban levantados en armas. O sea que cuando en mayo de 1948 se declara fundado el estado de Israel, ya llevan casi seis meses de guerra, una guerra que habrá de continuar ocho meses más y concluirá con una derrota de los árabes en toda la línea, al punto que ellos mismos calificaran a esta paliza como una catástrofe.
¿Era inevitable la guerra? Supongo que sí. Más allá de las declaraciones a favor de la paz de un lado y del otro, lo que desde hacía por lo menos veinte años quedaba claro es que en ese pequeño territorio del Oriente Medio estaban presentes dos movimientos nacionales - cada uno con su propia legitimidad- cuyas diferencias solo podrían resolverse por la vía de las armas.
Los árabes fueron derrotados en 1947, pero en realidad ya habían sido quebrados militarmente en la década anterior luego de sus fracasadas rebeldías contra la ocupación británica. O sea que más allá del heroísmo de sus soldados y de muchos de sus jefes militares, la causa estaba debilitada por las derrotas militares, sus disensiones internas, la corrupción de algunos jefes políticos y religiosos y, sobre todo, por el atraso de un pueblo con más del ochenta por ciento de analfabetos y sometidos aún a la lógica de la tribu y el clan.
No pasa lo mismo con los judíos quienes desde por lo menos fines del siglo XIX están “desembarcando” en Medio Oriente, inmigración que fue creciendo con los años a pesar de los límites impuestos por los ingleses a través de las disposiciones de sus diferentes Libros Blancos que limitaban la llegada de exiliados y, sobre todo, impedían ia compra de tierras. Sin embargo, e incluso a pesar de estas dificultades, los judíos van construyendo una nación con sus atributos de estatidad que se harán visibles en 1947.
Los judíos que arriban a Medio Oriente, lo hacen desde de Rusia, Polonia y diversas zonas de Europa. Algunos son religiosos, otros laicos; algunos son rubios, otros trigueños; algunos son de derecha, otros de izquierda, pero los une la condición de judíos que ya estar dejando de ser solo una condición religiosa para ser una suerte de identidad nacional. El horror del Holocausto que trágicamente habrá de despertar una extendida ola de solidaridad internacional a favor de las aspiraciones de los judíos por un hogar nacional, será también un atributo constitutivo de nación que trasciende la condición religiosa sin negarla.
Digamos que Israel ha hecho los méritos y los sacrificios necesarios para ganarse su lugar en el mundo. Trabajaron, estudiaron, lucharon y supieron morir en defensa de su causa. En el camino fundaron ciudades, universidades, sindicatos, orquestas sinfónicas, ejércitos, burocracias, colonizaron tierras a través de cooperativas agrícolas…es decir, que para 1947 el reconocimiento de la estatidad es “casi” una formalidad, porque todos los deberes estaban hechos.
Siempre se dijo que Israel fue en esos años un pequeño David enfrentado al Goliat árabe. La imagen más que verdadera es eficaz, porque Israel era en términos de disciplina, unidad de mandos, voluntad de combate, muy superior a los árabes carcomidos por inseguridades, corruptelas e insólitas mezquindades.
De todos modos, el hecho incontrastable es que la fundación de Israel se forja con sangre, en una guerra donde habrán de morir alrededor de seis mil judíos, un porcentaje sensible para una población que para entonces apenas supera los 700.000 habitantes, cifra que se habrá de ampliar rápidamente por la llegada de nuevos contingentes y, en particular, los alrededor de 800.000 mil judíos que huyen de las persecuciones promovidas en los países árabes.
Cinco meses después de declarada la independencia, convocarán a elecciones afianzando, en medio de las turbulencias de la guerra, los principios jurídicos de la democracia israelí, en un escenario plagado de teocracias y despotismos. La guerra, por supuesto, incluye sus horrores de los cuales nadie queda libre de culpa. Dos proyectos nacionales en un mismo territorio incluye inevitablemente vencedores y vencidos. Los esfuerzos humanistas hechos de un lado y del otro para impedirlo fueron vanos. El pueblo árabes (palestino, muchos años después) fue expulsado de sus tierras y no con los mejores modales. Algunos a este proceso lo califican de genocidio, otros de limpieza étnica, y otros prefieren transferir las responsabilidades a los jefes de las naciones árabes que alentaron a sus paisanos para que abandonaran las tierras y casas. Palabras más palabras menos, la tragedia existió y como los hechos se encargarán de probarlo luego, sus consecuencias persistirán hasta la fecha con otros actores y otras claves, pero sin perder nunca su condición de tragedia.
De aquellos acontecimientos han transcurrido setenta años. Israel no ha podido ahuyentar el espectro de la guerra de sus fronteras, pero sería un error suponer que la guerra es la exclusiva realidad de Israel. Hoy este país es un modelo de desarrollo. Once premios nobeles, creatividad científica y tecnológica, ingreso per cápita superior a Francia, España e Inglaterra, universidades calificadas entre las primeras del mundo, calidad de vida excelente en términos de confort, seguridad, movilidad social, consumo. Y todo ello en el marco de un orden institucional democrático, el único en Medio Oriente, sostenido a pesar de las guerras y a pesar de sus sectores extremistas cuya ferocidad ya la demostraron asesinando a Rabin. Importa señalar, por último que esos logros científicos, tecnológicos, culturales y políticos no son producto del azar, sino de la consistencia de decisiones que alientan un tipo de convivencia social y un tipo de ciudadano.