El gen futbolero argento

El futbolista de esta tierra, amateur o profesional, es único porque no acepta la derrota como un final, sino que la entiende como una nueva posibilidad. De allí que siempre haya lugar para la ilusión.

El fútbol en nuestro país siempre ha sido especial. No solo por su masividad ni por representar una buena parte de nuestra identidad cultural sino también por permitirnos disimular realidades. Disfrazarlas. Modificarlas temporalmente.

El pobre y el rico probablemente no encuentren otro punto de convivencia que un abrazo lleno de gol en la tribuna, como tampoco lo encuentren el patrón con el obrero en un lugar diferente al picadito a la salida de la obra.

Desde ese lugar ha sido transgresor e igualador este deporte en este país. Valga la aclaración: en este país. Aquí muchas veces se han dirimido disputas barriales, cuestiones territoriales y hasta otras vinculadas al corazón con la pelota como juez.

Nunca. Bajo ningún tipo de circunstancia el futbolista nacido en esta patria se muestra inferior al rival. Podrá saberse menos, reconocerlo puertas adentro de su casa, de su barrio o de su club pero jamás expresarlo en un campo de juego.

El jugador de esta tierra deja de ver a un ídolo como tal cuando lo tiene enfrente, pelota mediante. Antes y después seguirá siéndolo, pero en el durante dejará hasta lo que no tiene por vencerlo. Porque aquí el balompié modifica vidas, permite no solo soñar sino cumplir sueños.

No importa el tamaño de la cancha, de sus tribunas, si las tiene o no, o la envergadura del adversario. El futbolista argento es único. Acá y en la China. El fastidio ante el picadito perdido, el odio tras la risa del otro en un campito, la vergüenza del dale campeón cuando nos tiene como observadores y no como triunfantes, todo eso nos hace excepcionales.

Y ese gen, ese rasgo distintivo atraviesa toda nuestra sociedad. No es propiedad exclusiva del profesional, como tampoco lo son los sentimientos. El penal pesa en cualquier cancha como la mala racha y la sensación de parálisis cuando la mano viene torcida.

Pero nos hemos acostumbrado a vivir más de la ilusión que de la realidad. Sino no estaríamos en este suelo planificando un futuro optimista con las crisis regulares y con precisión matemática que venimos atravesando desde siempre.

Somos así, tan ilusos como talentosos. Y tenemos la capacidad de atar todo con alambre, razón por la cual nunca nos caemos del todo. Besamos la lona pero con el envión de la caída nos levantamos y nos ponemos en guardia otra vez.

Por todo eso nadie nos quiere enfrente. Por todo eso seguimos creyendo. No pasa por hallar la gloria, pasa por no rendirse en el intento.

Ese es el mérito. El de los futbolistas que honran la pelota y la dignidad en cualquier punto del país. Lo hagan con camisetas y botines de última generación o lo hagan en pata y en cuero.

Eso nos distingue. Eso nos hace creer. Es ese brillo el que manifiesta fuerza interior, el que se ve cuando suena el himno en los ojos de nuestros seleccionados, aunque muchos elijan no cantarlo.

A esta altura, las candidaturas no los incluyen, las instancias finales del torneo más importante de Europa los ha dejado afuera, algunos han tenido la desgracia de lastimarse en la recta final, pero todos, absolutamente todos, han elegido estar más allá de que las comodidades y las caricias estén en otras latitudes. Eso es pertenecer. Eso es hambre de gloria. Eso es el gen futbolero argentino que nos transforma en competidores siempre. 

Están los que están, pero de nosotros depende que seamos todos y no solo ese pequeño puñado en esta cruzada. Por eso, es momento de que aceptemos ser una enorme multitud de hinchas acompañando y ya no una agobiante batuta de inconformistas entrenadores.