La emotiva despedida al Peiso de Buenafuente en el diario El País
Era un hombre que entraba en un estudio de radio para hacer un programa de dos horas con un folio en blanco, la cabeza llena de bromas y un montón de juegos de palabras
Carlos era un hombre que entraba en un estudio de radio para hacer un programa de dos horas con un folio en blanco, la cabeza llena de bromas y un montón de juegos de palabras. Trabajaba como vivía: improvisando. Seducía y entretenía las 24 horas del día, leía a Bukowski, salía de noche, vendía publicidad y bromeaba en directo sobre nuestros propios jefes. Viví en directo su expulsión de la emisora, que él se tomó como una broma: “¡Che, hoy es el día de los Santos Inocentes! ¡Pero qué broma más buena!”. Nos modernizó a todos sin darse cuenta. Nos puso las pilas. Nos inoculó el bendito veneno de la incorrección y la provocación.
Unos años antes, había recalado en nuestra emisora de provincias —ahí estaba un joven Carles Francino— tras su etapa en los medios locales de Santa Fe y su aparición fue una entrada de aire fresco en la radio española de finales de los setenta, que se estaba sacudiendo la caspa del franquismo. Llegó a batir el récord de permanencia en antena con un programa que duró más de cien horas ininterrumpidas. Me pasaba horas mirando las fotos en blanco y negro de aquella proeza.
Contaban que renunció a algunas ofertas en Madrid y Barcelona porque prefirió el calor de la radio de proximidad a las concesiones e imposturas de los grandes medios. Era libre, caótico y brillante. Siempre pensé que no fue famoso porque no le dio la gana y eso lo convertía en alguien único.
Tuve la necesidad de ir a verlo en 2012 para mi documental El culo del mundo, la crónica de un parón en mi carrera. La casualidad quiso que viviera en la misma ciudad que un buen seguidor —Julián Traba—, que me llegó al corazón cuando me mandó un correo donde me explicaba que no hay distancia que frene el poder de la comunicación y de la comedia. Volvía a ver a El Peiso 30 años después. Estaba nervioso, avanzó la cita, me enseñó su ciudad de noche a toda velocidad, le sorprendía mi homenaje. Nos sentamos en un desvencijado café y, cuando lo tuve delante, me recordó enormemente a mi padre, física y mentalmente. Tuve que reponerme para aparentar normalidad y le pregunté por qué creía que nos dedicamos a esto. “Hablamos todo el rato para que no se note que no sabemos nada”, dijo. Reímos, recordamos, bromeamos y luego desapareció tal como entró en mi vida, muy rápido. Demasiado rápido.
Hay gente con la que quieres estar siempre y que el tiempo pase más despacio. Hay gente con la que celebras esto tan raro de vivir y trabajar. Carlos Piesojovich era uno de ellos. Le recordé siempre y seguiré haciéndolo.
Andreu Buenafuente es cómico y presentador.