Mariano Lúdica afirma que habló con sus padres muertos
Asegura estar viviendo “asistido por tres ángeles”.
Ni fábula ni deseo, “sucede”. Cuando la casa huele a salsa dominguera “y fluye esa magia de risa familiar de banda completa”, sus padres lo visitan. No importa cuándo murieron, ellos lo esperan debajo del limonero, sentados en el banco del jardín que alguna vez fuera butaca del Monumental. “Y no pasó una vez, sino varias. Voy solo al comedor, me paro frente al ventanal y desde ahí los veo. Clarísimos. Papá y mamá, haciéndome gestos de aprobación”, revela Mariano Sebastián Luján Iúdica (52), aún sabiendo que podría despertar la burla de los incrédulos. En definitiva, “son mis ángeles, dos de tres”, dice, y ya sabremos por qué. Resulta así el preámbulo perfecto de este cuento sobre “una preciosa revancha” signado por, al menos, cinco “trompadas” que giraron su vida: “Si no creyese en las señales que recibo, en que realmente soy un ´guiado´, un ´asistido´... ¿quién sabe dónde estaría tirado?”.
La muerte de Eduardo. Mariano tenía 13 años y estaba solo en casa (del monoblock del Barrio Aeronáutico de El Palomar) cuando atendió la llamada de la comisaría: “Aquí están los documentos de tu hermano”, le dijeron. Y en “secuencia muy loca”, oyó a una vecina comentar que el tren había atropellado a alguien en la estación. “Entonces, cuando tocaron el timbre supe qué iban a decirme”, recuerda. “Así estallaba la bomba de neutrones que lo cambiaría todo. Fue el gran dolor. El primer mojón de la historia familiar que nos reversionaría para siempre”. Se refiere a sus padres, “refugiados en el Opus Dei”, y de la diversidad de refugios hacia donde corrieron sus hermanos: Fernando (58, director médico del Hospital Austral), Carolina (55, especialista en estimulación temprana) y Gastón (47, administrador de empresas). Un “estigma” que “logró pinchar esa maravillosa burbuja italiana de las vacaciones juntos y las navidades eternas” y que “ocupó mis sesiones de terapia hasta hace muy poco tiempo”, revela.
Eduardo Iúdica, de por entonces 21, “era de otro plano, un ser de ultra perfección”, describe Mariano. “Capitaneaba cualquier equipo de fútbol, en el barrio y en la escuela. Era el mejor en tenis y saltos ornamentales. Y fue él quien me enseñó a escribir poesías”, desliza. “Me acuerdo que una vez nos instalamos en Texas (Estados Unidos), donde papá (Eduardo, médico en la Fuerza Aérea) había ganado un curso de medicina aeroespacial en San Antonio. Éramos los Campanelli, sin un mango y hasta con la abuela a cuestas. Pero él, siempre un señor. Mi hermano no solo fue elegido abanderado del colegio al que íbamos, sino que además les ganó el certamen de historia a los propios americanos. ¡Un genio!”, cuenta.
“Toda mi veta artística es su producto”, dice dando cuenta de la formación que recibió por su influencia entre discos de Sui Generis, The Police, Queen, ACDC, “algunos otros tantos que su amigo español le traía de Europa” e incluso el Destroyer de Kiss, “que papá, entre improperios varios, le rompió por satánico”. Eduardo, además, era “un gran músico y profesor de guitarra, quien me enseñó a zapear y a darle groso a la batería”, cuenta. “Es por eso que cada vez que me ofrecen algún formato televisivo del tipo musical o ligado a la música, miro al cielo y digo: ‘¡Gracias!’”, señala. “Porque es su guiño. Yo siento su mano en hombro todos los días de mi vida y si así no fuese, sería una mala persona”.
“En 1983, Eduardo cursaba el tercer año de Ingeniería (con promedio de 9.70) y ese día llegaba tarde a la facultad”, relata Mariano. “Él tenía la costumbre de pasar a saludar a su novia antes y después de cada clase, por su casa de Avenida Santa Fe y Austria. Pero ese ese puto día, se retrasó. Quienes lo vieron dicen que en el intento apurado de pasar de un andén a otro, en las vías del San Martín, se patinó con los mocasines... Mocasines de Guido, porque era muy de avant-garde para ese barrio”, agrega. “Y entonces, un tren lo golpeó de costado y lo despidió fatalmente”.
“Jamás vi llorar a un hombre del modo en que lo hizo papá en aquel rinconcito... Ni siquiera a Al Pacino durante la escena de la ópera en el final de El padrino III. Y lo de mamá (Marisa Mobaied), bueno... Lo de ella fue dantesco, inenarrable”, señala Mariano. “Y entre tanto, la novia de mi hermano se había recluido en su cuarto, pobrecita... Esa muerte le dejó una marca tal que durmió en la cama de Eduardo durante meses. Una vez se aparecieron los padres, muy enojados, queriendo sacarla de casa. Como si nosotros la tuviésemos cautiva... Y en realidad no sabíamos que hacer, porque tampoco podíamos reaccionar respecto de nuestras propias vidas”, explica. “Se llama Bernarda y sigue siendo una mujer preciosa”, cuenta. “Tantísimos años después decidí bautizar a mi segunda hija con su nombre, porque sé que Eduardo también está ahí”.
Habla de los costos del dolor, de un destino empecinado. “Tiempo después mamá hizo un cáncer de mama, y mi viejo, ese tano duro e infranqueable que casi parte de una piña la mesa del bar frente al Pirovano al recibir la confirmación de la biopsia, la puso en carrera. La tuvo 10 puntos durante casi una década”, recuerda. “Fue en el peor momento económico de la familia. Ya la había sacado de Palomar, porque ella no podía ni pasar por la estación. Y nos habíamos mudado a un departamento en bajo Belgrano que no podíamos pagar”, cuenta. Hasta que una noche, Don Iúdica, animado por un tío cuidador de caballos de carrera, “agarró cadena y con 10 pesos, ganó 100 mil dólares”. No hubo qué pensar. “Usó la guita para cumplirle a mi vieja sueño por sueño como el de presenciar la beatificación de Josemaría Escrivá de Balaguer (1992) en Piazza San Pedro (Ciudad del Vaticano). Recorrieron el mundo y al volver, quien se murió fue él”, relata. “Tenía 59 años, asistió a un campamento del Opus, se confesó, se acostó a dormir y la quedó. Era una pareja tan extraordinaria, tan novios, que él, como buen cagón, ante el terror de no tenerla se nos fue antes. En definitiva, siempre lo supimos, ese hombre jamás viviría sin esa mujer”.
El rescate de sus hijas. Para entender el valor del próximo giro en su historia, Mariano regresa al 83 y da cuenta de cómo las esquirlas del dolor se incrustaron hondo en su adolescencia. Al rugbier del Pueyerredón, tenista del AFALP y alumno de la Escuela Nº 5 Teniente Benjamín Matienzo (de la Primera Brigada Aérea) y más tarde del Emaús, se le daría luego por viajar en los techos de los trenes después de los recitales. Poco quedaba de ese pibe que jugaba en los hangares, entre aviones detenidos y árboles de nísperos. “En una casa devastada ya nadie se ocupaba de marcarme y ante esa distracción hacía lo que quería. Con 15 años era un atrevido que vivía a 200 kilómetros por hora, chocando bordes, siempre al filo. Muy al filo, en permanente peligro”, explica respecto de las noches “de avería” en “yuntas con tipos que eran delincuentes”. Pero amanecer en casa le resultaba un buen shock de realidad, el contraste de ajuste que finalmente lo encausaría. “Yo tenía licencia para ser un gran hijo de puta. Un autodestructivo, un falopero, un chorro, un barrilete. Todo lo que había vivido podía haberme enmarcado en la envidia y el resentimiento”, dice.
Mariano manifestaba una imperiosa necesidad: “Hacerme grande”. Un ticket apto para “escapar del sufrimiento”, como rotula, y “revanchear” la familia “que se había destruido”. Así fue que, con 22 años, decidió casarse. “Y siempre voy a estar agradecido con quien fuera mi mujer (Eugenia Angeli) por haberse embarcado en eso conmigo”, asegura. “Hoy, y en retrospectiva, deduzco que fueron mis hijas quienes salvaron mi vida. Bernarda (hoy 25, che) y Valentina (hoy 27, psicóloga y productora de televisión) me salvaron, literalmente me salvaron. Si yo no armaba esa familia me hubiese puesto un corchazo”. El matrimonio duró casi una década cuando (“más plantado”) supo discernir que algo no sonaba como debiera. “Ya había perdido contacto con los míos. La familia comenzó a ser solo la de ella y en ese contexto a mí me costaba reconocer mi esencia. Era otra cuerda, otra cosa, otra manera. En un momento me vi como el benefactor general, el gran dador, el de la cabecera de la mesa y a mi alrededor: mi suegro, mi suegra, mi cuñada... Algo andaba mal. Entonces entendí que la tarea que alguna vez comenzamos juntos ya había terminado”, relata Mariano. “Fueron dos años de ´Que sí, que no...´, de `¿Pero vos me querés?’ ‘Sí, si...´. Y pensar en las chicas, en los pruritos de una formación católica... Hasta que un día frente al espejo me prometí que no sería como los tantos millones de tipos y tipas infelices viviendo presos de un matrimonio por el resto de sus vidas. Saqué las agallas que creí que no tenía y fui claro, con mi mujer y, peor aún, con mis hijas”, cuenta. “Otra vez señales... Sí, señales”, deduce sobre aquella determinación de ser papá y, sobre todo, por el sorpresivo rapto de “valentía” para enfrentar el fin.
Convencido de la intervención de sus “guías” dirá la palabra “señales” varias veces en esta conversación. Porque como metaforiza, “en cualquier aspecto de la vida al final de la ruleta la bola siempre cae en mi número” y el propósito de los hechos se revela. Aquí, entonces, cabe un apartado. No solo se referirá a cuestiones de la cotidianeidad como, por ejemplo, lo que ocurre cada día del padre “cuando mientras cocino la pasta y pongo cualquier playlist random, lo primero que suena es Withney Houston”, relata. “Mi viejo se volvía loco por ella, entonces sé que está ahí”. O a situaciones que le advierten de que ha sido “elegido”, como cuando su madre se empecinó en morir a su lado. “¿Por qué debía ser yo quien la cuidase, la bañase y la cambiase teniendo una hermana mujer? ¿Por qué ella quería que fuese yo?”, se pregunta tal cual lo hizo en 1996. “No lo entendí hasta que conocí a Romina (Propato, su pareja) y a los dos meses su padre inicia el mismo camino que mamá. O a Pedro Alfonso (42), preocupado por su vieja con la misma enfermedad que la mía. Yo ya tenía un máster en esa agonía. Ya sabía cómo ayudar, cómo contener, cómo acompañar. Fui coacheando gente: ´Pasará esto, sentirás aquello, vas a hacer esto otro...´. Fue lo que me tocó. Porque cada dolor no es en vano”, asegura. “Y yo creo en las misiones”.
Mariano tiene una “maestra espiritual”. Marta Scriminaci es una psicóloga “con formación en todo”, con quien practica la “terapia de la conexión”. Según explica, “a través de técnicas de respiración y concentración se crea un clima propicio para las visualizaciones de quienes ya están en otro plano”, dice. Y es entonces que la profesional oficia de “un estilo de médium”, como describe. “Yo tuve experiencias con mamá y con papá. Al cerrar los ojos es como si tuvieses un televisor por delante en donde aparecen imágenes y se escuchan voces... Esas voces son las de ellos. Quien esté leyendo esto podría pensar: ‘Hummmm...’, pero cuando sucede el culo se te llena de preguntas. Y yo he encontrado respuestas a muchas de ellas”. Fue en tiempos de pandemia, incertidumbres e interrogantes del tipo: “¿Qué rol me cabe en esta?”, cuenta. “Miraba alrededor y mis hijos estaban sanos. Tenía trabajo y ganaba más plata que nunca. Necesité saber qué hacer con todo eso en un mundo muy dispar, de situaciones realmente fatales”. Esa sesión duró dos horas y el mensaje resultó más que claro: “A mí me tocó ser dador”, revela. “Y ya venía en ese tren: tendiendo la mano, atendiéndole el teléfono a quienes nadie atendía, acercando laburo o tan solo escuchando. Esa es mi misión y ellos me la confirmaron”.
La cátedra de Gerardo. A mediados de los 80 su firma podía leerse junto a la de “los grandes” (como Gonzalo Bonadeo, Miguel Simón y Miguel Guerrero, entre otros) en artículos de la revista Test Match o del Cronista Comercial, “cubriendo el rugby que explotaba en tiempos de Hugo Porta y los triunfos en Francia y Australia”, recuerda. Pero en una casa en donde no había para zapatillas, papá exigía un “trabajo con buen sueldo”. Así fue que, a través de algunas conexiones, Mariano dejó de ser “ese periodista prendido fuego” para vestirse de administrativo de Casa Piano. Sellar boletas en un mostrador duró lo que Don Alfredo Piano tardó en hacerlo su “mano derecha”. Tan bien aprendió la metier que “me convertí en experto en oro con cursos de numismática y análisis de mercado”, cuenta.
De Boticcelli y de Dior. Así caminaba las calles, “con una fortuna invertida encima” y seduciendo señoras como las de las embajadas de las cuentas que manejaba. “Un día paró un Mercedes Benz negro, se abrió la puerta y bajé todo empilchado acompañando a una rubia tremenda, secretaria de la delegación alemana que está en Belgrano”, cuenta Mariano. “Y en eso me vio mi vieja, que pasaba con las bolsas del supermercado. ´¡Chau má!´, le grité. Cuando volví a casa estaba llorando... ¡Pero desconsolada! ´¡¿En qué andás, hijo?!´, me decía. ´¡¿En qué andás...?!´. Pobre vieja”, recuerda con gracia. Era ella la encargada de arrancarlo de la cama cada mañana (“hasta tirándome agua”) tras “largas noches de caravana” con escala fija en Le Club, de la calle Quintana, “en tiempos en que me creía un yuppie de Wall Street”. Llegó a tener “tanta plata en cantidades irreales para esa edad”, relata, “que un verano me fui en taxi hasta Pinamar solo para saludar a mi viejo por su cumpleaños”.
Ganar “diez veces más” que su padre y “tenerlo todo tres minutos después de no haber tenido nada”, lo convirtió en “un inconsciente, un derrochador”. Así remataba aquella adolescencia de desequilibrios de la que hablaba algunos párrafos atrás. Del desorden que, finalmente, corregirían sus hijas, tal como contó. “De repente Casa Piano se hizo banco. Y mi vida de bancario dejó de ser divertida. Largué todo y me fui”, recuerda. “Con la que había juntado tuve dos opciones: abrir una granja avícola o una empresa de vans escolares. Mientras me decidía apareció un tipo que me dijo: ´Hoy, la onda, es comprar cámaras de televisión HD´. Justo lo que Cuatro Cabezas (ex productora de Mario Pergolini) estaba buscando. Así fue. Empecé alquilándoselas, y como eran carísimas, yo oficiaba de asistente para cuidarlas de cerca”, cuenta. Fiel a su espíritu, y en el auge de ciclos como CQC y El Rayo, por ejemplo, no tardó en proponer ideas para potenciar el trabajo de Andy Kusnetzoff o Daniel Tognetti, ni en meterse en cuestiones de edición, ni en lograr ser camarógrafo profesional, ni en pensar: “Si estas son las estrellas de la tele, yo puedo ser una más”. Fue entonces que Iúdica, ya papá, en intentos de “enderezar el barco de mi vida” y convencido de que “esto es lo mío y acá debo estar”, se instalaba en los medios para siempre.