Un libro recientemente publicado por la científica Emma Byrne revela datos que muestran cómo decir groserías ha sido siempre inevitable y terapéutico.
Emma Byrne está doctorada en ciencias robóticas en la University College de Londres y durante toda su trayectoria se ha dedicado a explorar la inteligencia artificial y la humana. Como comunicadora ha escrito gran cantidad de artículos vinculados a su experiencia los que han sido publicados en diferentes medios científicos y de actualidad.
Recientemente salió a la venta su libro “Decir malas palabras es bueno para usted”, en el que demuestra, científicamente, que a través de la historia, el expresarse groseramente ha sido una de las primeras formas del lenguaje y que desde entonces, nos ha ayudado a transitar el dolor, trabajar juntos, manejar nuestras emociones y mejorar nuestra capacidad mental.
En un reportaje que le hizo James Lloyd, editor de la revista de ciencias BBC Focus, Emma anticipó parte del contenido de su reveladora obra. La científica sostiene que es más importante el significado y el contexto en el que se emplean las malas palabras que cómo suenan. Las groserías tienden a surgir de las cosas o temas que consideramos sagrados, privados o algo vergonzantes como la religión, el sexo, las funciones del cuerpo, parentescos u orígenes cuestionables, y que, en realidad, las groserías cambian de acuerdo con el lugar y el tiempo en el que se emplean. Por ejemplo, en el Canadá de habla francesa, la palabra “tabarnak” (tabernáculo) es un tremendo insulto vinculado a la religión, mientras en Francia esa palabra no se emplea.
En el diálogo con el periodista, Byrne asegura que decir palabrotas disipa el dolor. Y da un ejemplo que lo demuestra: en 2017, en la Universidad de Keele, les pidieron a un grupo de estudiantes que sumergieran sus manos dentro de agua helada y que expresaran, según les surgiera, una mala palabra o una palabra neutra. La experiencia demostró que los estudiantes que profirieron un insulto pudieron mantener sus manos en el agua congelada por mucho más tiempo que los colegas más moderados con su lenguaje.
Y todo esto tiene su explicación fisiológica. Parece que proferir insultos incrementa la frecuencia cardíaca y la respuesta galvánica de la piel ( se produce cuando, como producto del estrés, se humedecen las manos). Lo que podría inferir que decir malas palabras produce cambios fisiológicos en nuestro cuerpo que nos preparan para tener una respuesta favorable y ser más resilientes a la hora de soportar el dolor.
¿Hombres y mujeres insultan de diferente modo?
El tema de género no podía ser excluido y la respuesta de Byrne, está acorde a los tiempos que corren: la idea de que los hombres decían malas palabras con mayor frecuencia que las mujeres pertenecía a otra época, el concepto se desmoronó cuando las científicas lo descartaron y encontraron los fundamentos que dijeron lo contrario y terminaron con la idea de que ambos sexos se sentían intimidados al emitir improperios frente al otro. En la actualidad hay muy pocas diferencias en este tema.
Las mujeres emplean palabras un poco más suaves a la hora de insultar y lo hacen para demostrarle a los caballeros que también son fuertes, competentes y combativas. Los hombres emplean malas palabras para expresar frente a sus congéneres emociones de frustración o ira. Sin embargo, las afrentas chistosas son las más comunes entre hombres y mujeres.
En todo su libro y en la entrevista, la científica hace un recorrido por los orígenes remotos de la costumbre de decir malas palabras, que va desde los chimpancés hasta los hombres prehistóricos y deja una conclusión: “Insultar es como el paracetamol o el jogging, es bueno para usted hasta que comienza a causar más daño que bienestar".
En una conversación hay que emplear malas palabras del modo en que usamos condimentos para sazonar una comida. No nos gustaría un comida totalmente condimentada, pero ocasionalmente, el aderezo le daría un toque diferente al plato”.