Cultura - Inédito

Jueves 10 de Marzo de 2016 - 11:33 hs

Rodolfo Fogwill en el spa y la química de los cuerpos

Seis años después de su muerte, se publica “La introducción”, última novela que escribió el autor de “Vivir afuera”. En ella brillan su sed por capturar sensaciones y la convicción de que “escribir es pensar”.

Actualizado: Lunes 14 de Marzo de 2016 - 08:53 hs

Rodolfo Fogwill

No se sabe por qué Fogwill decidió titular como La introducción a la última novela que escribió, que los hijos encontraron en la computadora de su padre y que acaba de publicarse por Alfaguara, al entrar en el sexto año después de su muerte. Mientras la escribía, Fogwill solía llamarla “Boludos hablan” pero una versión anterior del libro tenía dos títulos posibles: “El tiempo de la vida” y “Ejercicios de riesgo”. Ese primer borrador comienza con una oración determinante (“Todo esto terminará derrumbándose”) mientras que la versión final atenúa esa idea (“Siempre las cosas parecen a punto de caer”) para preparar, en la frase siguiente, un inexorable desenlace: “Antes de salir había mirado los titulares de los diarios del día pensando que todo aquello terminaría derrumbándose”. ¿Qué es lo que se derrumba? ¿El mundo? ¿La vida? Sin duda.

La introducción parte de un prólogo para narrar un epílogo. La vida es eso que se cuenta: lo que sucede entre un principio y un final. Porque sabemos, como escribe Fogwill, que entre los estertores del derrumbe seguirá habiendo intervalos en los que el dolor, el miedo y el asombro por todo lo que se perderá inevitablemente dejan lugar para que la vida recupere su pulso: aparecer, brillar, crecer y marcar su paso antes de borrarse. Entre un principio y un final, ¿qué encontramos? El pensamiento.

“Escribir es pensar”, leyó Saúl, uno de los personajes de Vivir afuera, en el margen del segundo tomo de la colección de cuentos jasídicos de Buber. Es la primera frase del último párrafo de esa novela de 1998, que encuentra ciertas coincidencias (de estilo, de tono, en ciertas escenas) con esta última. Lo que Fogwill siempre trató de hacer en su obra narrativa fue de pensar el relato y manipularlo. Fue deliberado en sus cuentos y lo hace deliberadamente en esta novela: su preferencia a narrar no tanto lo que sucede sino enfocándose en la manera de narrar lo que sucede. Porque suceder, no sucede demasiado. Un hombre (un escritor que ejerce “el raro servicio de narrar”) viaja a Las Termas de Flores para dedicarse a sus rutinas de ejercicios musculares, respiración, natación y relajación. Durante ese lunes de invierno, el hombre observa, analiza, imagina, intenta inocular pensamientos sobre las nociones de fuerza, cuerpos, cosmos y totalidad en las personas que viajan junto a él en colectivo. Al final del día se encuentra en el departamento con la amante para comer. Punto. El tema es la forma. La conciencia (o una explicación posible) sobre las cosas: esa radiografía minuciosa (aunque desde ya limitada) de lo que ocurre en el interior del cerebro, en el interior de los cuerpos, en esos cuerpos fatigados en relación con el mundo y en relación con otros hombres también envueltos en deseo, miseria e ideología.

“Usted sí que se da la gran vida”. Esa frase de un taxista irrita al protagonista de la novela y lo hace preguntarse qué significa, qué esconde, qué respira en el interior de frases hechas como esa. Hay un resquemor de clase, hay envidia, suposiciones y potenciales. En la novela también hay un intento permanente por capturar las sensaciones: desde el dolor en un músculo luego de un esfuerzo físico hasta el placer y el leve mareo que produce el descanso. Fogwill ensaya un tratado sobre la química de los cuerpos. Está atento a los olores, como el olor sulfuroso de las termas impregnado en sus ropas y en sus fosas nasales y que, semana tras semana, se convierte en tan propio como el de la colonia que utiliza hace años. O en la fragancia a hierbas del champú que utiliza la mujer teñida que viaja junto a él en el trayecto de vuelta. Es consciente de todo, incluso de la información que puedan recabar los hombres de seguridad de su edificio al verlo llegar. Por eso percibe la paranoia y se preocupa por desplegar estrategias que modifiquen para los demás su rutina habitual. De esa manera, agrega pistas que trazan un perfil ajeno. El personaje, ese día en el que transcurre la novela, también imagina conversaciones como la que suele mantener con la joven camarera del Exceter, y se pregunta si ella puede entender. “Yo no –se responde a sí mismo consciente además de sus limitaciones– pero entiendo que entender es sentir que se pudo entender.”

Del vertiginoso tiempo de la vida
A fines de los años ochenta, Fogwill empezó a escribir en las hojas de un cuaderno una especie de diario íntimo. De una manera caótica y con letra casi indescifrable hace balances, anota frases que lee y acepta errores cometidos. Es el “Diario de la rata”, que aún permanece inédito, y según entienden sus hijos fue escrito mientras pretendía dejar la cocaína. “Yo no puedo dejar de ver toda mi obra y todos los actos de mi vida producidos en el período vinculado a la cocaína, como reflejo del complejo sistema químico-biológico-moral-social que eso produce”, respondía Fogwill en 1993 a Daniel Freidemberg, en una entrevista publicada en Diario de Poesía .

La introducción es una novela sobre la muerte pero también sobre la desintoxicación. El protagonista, incluso, esos lunes y jueves que asiste a las termas, intenta no fumar. No lo consigue. En una de las pocas entradas de ese “Diario de la rata”, escrita el 8 de enero de 1988, Fogwill anota: “Pensar es poetizar la verdad del ser en el diálogo histórico de los que piensan.” Es una frase de Heidegger. Y dos días después, festeja: “¡¡Empecé –otra vez– el año cocinando y pensando!!”.

El discurrir del tiempo es patente para el protagonista de la novela y también para cada uno de nosotros. Eso mismo plantea el físico italiano Carlo Rovelli en la sexta de sus Siete breves lecciones de física : nuestros pensamientos y nuestra habla existen en el tiempo, la propia estructura de nuestro lenguaje requiere del tiempo (una cosa “es”, o “fue”, o “será”). Rovelli entiende que podemos imaginar un mundo sin colores, sin materia, incluso sin espacio, pero es difícil imaginarlo sin tiempo. Heidegger lo sintetizó, justamente, en su “habitar el tiempo”. En La introducción , Fogwill retoma esta idea heideggeriana para advertir “con un esfuerzo también mental, cómo esa facultad de poder estar al mismo tiempo antes y ahora es la que habilita a la mente a proyectarse hacia el futuro”. De ese modo, esta novela puede leerse como el desarrollo del “vertiginoso tiempo de la vida”.

Ejercicios de riesgo 
“Escribir es pensar”. No sólo es la frase que lee Saúl en Vivir afuera, también es una frase que sostiene Fogwill en una hoja suelta de sus inéditos, junto a la transcripción de los poemas “El hombre imaginario”, de Nicanor Parra, y “Arte poética” de Vicente Huidobro. Dice Fogwill: “Se escribe en palabras y las palabras, una vez ordenadas, explican (cuando prima la lógica de los conceptos o el orden de la causalidad), narran (cuando prima la continuidad temporal) y describen (cuando prima la contigüidad espacial). Escribir es pensar y escribir bien es dosificar artísticamente esos tres modos discursivos.” En estas anotaciones perdidas, que podrían haber integrado alguna entrevista, Fogwill se pregunta si la “formación en letras” (las comillas le pertenecen) es un obstáculo para ser escritor. “Es evidente –plantea– por qué la ignorancia de la lengua y la ignorancia de la literatura son obstáculos para ser un escritor. ¿Por qué el saber puede ser otra forma de obstáculo?” Su impresión es que la posesión de un saber no inhibe la creatividad, pero en cambio sí lo hace su proceso de adquisición. “En el proceso de aprender se resuelven preguntas, sólo si estas preguntas se formularon antes en el que aprende. Las respuestas a preguntas no formuladas informan, pero no forman.” Y además entiende que la ignorancia de la lengua y la literatura obstaculizan la emergencia de un escritor. “Sin embargo –se sorprende– siempre aparece alguien con léxico pobre, ignorante de la gramática y la sintaxis, completamente ingenuo respecto de lo literario y hasta ‘poco leído’, que presenta una obra con todo el derecho a ser un referente de la literatura del momento. ¿Cómo puede ocurrir esto?” Si bien el lenguaje es pensamiento hay algo más allá que genera la literatura. En otro elemento coinciden La introducción y Vivir afuera . Y se puede atisbar en el prólogo. En los primeros títulos de su obra, Fogwill construye una lectura posible del texto a partir de sus paratextos (los editores que lo sufrieron confirman que el autor de Los pichiciegosescribía solapas y contratapas, incluso en esa primera edición de Pájaros de la cabeza , publicada por Catálogos, es el autor de la contratapa firmada por César Aira). A partir deLa buena nueva de los libros del caminante , Fogwill presenta una nota del autor o un prólogo. La fórmula que utiliza para dar pie al texto siempre es “y se narra” o “y se dice”. En esta novela, luego de una crítica a la medicina con respecto a la idea de cura y en relación con la homeopatía, Fogwill remata con un gerundio: “recordemos lo que venía sucediendo”. Salvo por una leve variación es la misma que utiliza en la segunda edición deVivir afuera (agosto de 2009), momento en el que ya trabajaba en este texto: “recordemos, entonces, lo que venía sucediendo”. Como si los relatos no tuvieran principio ni final, como si estuvieran en el aire, a disposición de quien consiga escucharlos.

Al promediar Vivir afuera, el personaje de Mariana, la prostituta que conoce en el bar, le pregunta a Gil Wolff en qué está pensando y el viejo dice: “En una cosa. Una curiosidad. ¿Por qué contás tan bien cualquier historia?” De eso se trata. Hay una escena parecida al final de La introducción . Sentados a la mesa, la amante del protagonista desliza un “¿Qué estás pensando?” y él, con cierto automatismo, primero responde que en nada para después corregirse: en el pollo, en el vino, en el cansancio. Y en ella. “Imaginar lo que pueda estar pensando o sintiendo o pensando-sintiendo alguien que forma parte o que genera los hitos de la propia vida, requiere poner en juego todo lo que se sabe sobre el otro o sobre todas las cosas del mundo. Es como un ejercicio que exige el empleo de músculos que casi nunca se emplean conscientemente y por eso requiere que entre en juego toda la voluntad.” Esos, en parte, podrían ser los ejercicios de riesgo. Fogwill pone a disposición lo que sabe de los otros y del mundo para narrar. Las preguntas funcionan, además, como un interrogatorio a su conciencia. No siempre encuentra respuestas pero a veces las ensaya. “¿Qué serán el amor, la guerra, la música, la muerte, el cuerpo? Tal vez nada: sólo preguntas, buenos motivos para no estar aquí.”

Fuente: Revista Ñ