Me quedé despierto hasta las cuatro de la mañana mirando por televisión el debate parlamentario por las tarifas. Ningún sacrificio o exigencia laboral. Elijo hacerlo porque me gusta: el Congreso transformado en una suerte de escenario en el que los actores desempeñan sus roles en sintonía con el libreto de la democracia representativa.
No creo ser un ejemplo de ciudadano, pero sí creo que cumplo con algunas exigencias sin las cuales no hay ciudadanía o no hay un ciudadano en el sentido más pleno de la palabra. Desde hace cincuenta años -o tal vez más- sigo los acontecimientos políticos día a día: leo los diarios, escucho la radio, miro la televisión y trato de estar al tanto de la literatura política que se publica.
Lo hice antes de ser periodista y lo seguiría haciendo si no fuera `periodista. Es más, lo hago también los fines de semana y durante las vacaciones. El placer de tomar un café a la mañana y leer los diarios no está atado a fechas y no lo cambio por nada en el mundo. Y ya que uso la palabra mundo digo que esto lo hago porque quiero saber en qué mundo estoy, quiero conocer mi ciudad, mi provincia, mi país y el tiempo histórico que me toca vivir. Mi “oficio de vivir” no me impide equivocarme, pero de lo que se trata es de reducir lo más posible la incertidumbre de los acontecimientos a los que observo, participo e intervengo mínimamente. ¿Cómo un testigo? Como un testigo. O como un cronista.
El debate por las tarifas duró alrededor de quince horas. Hablaron más de cincuenta senadores hasta llegar a las escenas finales con las voces de los principales dirigentes. Acerca del Congreso se han dicho muchas cosas, en la mayoría de los casos críticas, pero convengamos que cuando en el país hay un conflicto importante o un tema que preocupa a toda la ciudadanía, el Congreso es el ámbito privilegiado para deliberar y decidir. Nuestros representantes, a los que hemos elegido libremente, opinan, expresan sus opiniones y tratan de justificar sus decisiones, de representar, en definitiva a quienes los eligieron.
Ese escenario es el que hace rechinar los dientes a los déspotas de todo pelaje. No hay dictadura, orden militar, régimen fascista que tolere convivir con un Congreso porque la razón de ser de toda dictadura es la unanimidad, el silencio, la mordaza a toda voz disidente. Y un Congreso es lo opuesto a ello. Con sus vicios, sus gastos, sus burocracias, defectos que merecen corregirse, pero que en ninguno de los casos empaña la naturaleza democrática y representativa de una institución clave para entender a las democracias constitucionales de nuestro tiempo.
El Congreso no es ajeno a las voces de la calle, pero a todas las voces de las calles, desde las más ruidosas a las más discretas. Un Congreso no es indiferente a esas voces como tampoco es indiferente a los silencios. Ciudadanos somos todos y, por lo tanto, “pueblo” somos todos: los que gritan en las calles, pero también los que prefieren otra manera de participar, de comprometerse o de vivir su vida.
La indiferencia o el repliegue absoluto al mundo privado no es aconsejable en una democracia que merezca ese nombre, pero las manifestaciones ruidosas y minoritarias, las manifestaciones manipuladas arreando a gente necesitada están muy, pero muy lejos, de acercarse a los ideales de la democracia directa; es más, en muchos aspectos son su opuesto y en ese sentido resulta interesante las consultas que se le hacen a los manifestantes callejeros, muchos de ellos -en algunos casos una abrumadora mayoría- ignoran o desconocen los motivos por los cuales están en la calle con bombos, pitos, matracas, tetra bric y, en más de un caso, amenazadoras y sospechosas capuchas.
En una democracia verdadera no debería haber contradicción entre el debate institucional y la petición callejera. No debería haberla pero la hay. En la Argentina es así y sus propios promotores se encargan de expresarlo: “Esta votación se gana en la calle”, dijo hace pocos meses una dirigente de izquierda para referirse al debate acerca de los montos de las jubilaciones. ¡Que simpática! Los legisladores no deben decidir de acuerdo con sus convicciones o a la representación legítima de sus votantes, sino atendiendo a los que gritan en la calle. Esto en mis pagos se llama extorsión, apriete o intimidación.
La izquierda criolla no tiene pruritos en confesarlo: las instituciones burguesas se usan pero a condición de no creer en ellas. A decir verdad, es lo que les conviene. En elecciones limpias no obtienen más del uno o el dos por ciento de los votos, pero cuando están en la calle suponen que son el “pueblo”; o que por el solo hecho de estar en la calle lo representan. ¡Extraña y asombrosa vocación democrática! Rechazan la democracia parlamentaria por burguesa y elitista y apoyan una democracia callejera que en nombre de una mínima minoría de revoltosos se atribuye la representación de todos.
Por su parte, el populismo, sus expresiones sindicales y sus bien financiados movimientos sociales, hallan en la calle el pretexto o el espacio para hacer valer sus pretensiones corporativas. También en este caso lo que importa se decide en la calle, aunque en las cuestiones de fondo ocultan que las otras decisiones en las que se juega el control de los aparatos sindicales y sus poderosas cajas de caudales, se deciden en roscas internas o en procesos electorales fraudulentos.
A esas murgas arreadas en colectivos y camiones, a esa pobre gente extorsionada con los planes sociales, la literatura populista lo denomina “Planes de lucha”, una frase en la que lo único que sobra es precisamente la palabra “lucha”. Muchos de los que allí se agitan o se resignan no lo saben, pero de una manera perversa son herederos de aquellos otros planes de lucha que destituyeron a Illia, acorralaron a Alfonsín con trece paros generales y destituyeron a De la Rúa
Por su parte, si bien la calle expresa el espacio de petición pública reconocida por las leyes, en ningún caso puede arrogarse la representación del pueblo y decidir en su nombre. Y al respecto conviene tener presente no solo el principio constitucional de que el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes, sino que esas expresiones callejeras, incluso las más masivas, son desde el punto de vista cuantitativo de la ciudadanía política una minoría y, en más de un caso, una ínfima minoría, salvo que alguien suponga que el acto de estar en la calle otorga privilegios ciudadanos, algo así como una calificación virtuosa que curiosamente rompería con el principio de igualdad sostenido por los promotores de la denominada democracia callejera.
Admitamos que la calle pueda ser entonces el ámbito de la petición pública, pero ocurre que en nuestras “democracias inorgánicas” es el ámbito preferido de la presión corporativa, de la extorsión institucional, cuando no, del objetivo destituyente en nombre de ese pueblo que en la calle nunca representa más del uno por ciento de la ciudadanía.
La otra maniobra, la preferida por ciertas versiones del populismo criollo, es la articulación deliberada entre las instituciones y la calle. A la película ya la vimos muchas veces. Mientras en el Congreso se ejerce la oposición más dura, en la calle se presiona, se amenaza y se intimida. Una maniobra de pinzas que liberada a su propio impulso no disimula objetivos destituyentes.
A los hechos actuales me remito. Se aprueba la ley de reducción de tarifas y al otro día ya avanza sobre Buenos Aires la llamada marcha federal, mientras Moyano adelanta la declaración de un paro nacional. ¿Objetivo? La destitución del gobierno. Los más audaces lo dicen y lo escriben; los más hipócritas callan y disimulan, pero todos ellos no pueden dejar de ser leales a una cultura política que cuando fue gobierno se propuso ir por todo y en la oposición, por razones inversas, insiste en ir por todo.