Se parece demasiado a la pregunta del millón. Sin embargo, ni siquiera los más sagaces y agudos esfuerzos intelectuales alcanzan para encontrar una respuesta razonable.
¿Qué intentó hacer el arzobispo de Luján, Agustín Radrizzani, al celebrar una misa por los desvalidos e inocentes, teniendo como interlocutor al poderoso y sospechado Hugo Moyano?
Es verdad que el 30% de los argentinos vive bajo la línea de pobreza. También es cierto que el gobierno nacional incurrió en una serie de costosos desaciertos en la toma de decisiones importantes. Incluso se puede debatir si el camino elegido para cambiar el derrotero de esta Argentina sufriente es o no el apropiado.
Pero de lo que no existe duda alguna, es que para reclamar cambios en las políticas sociales y económicas, no era necesario aceptar como aliados en la súplica a Hugo Moyano y a su séquito de dudosos personajes que, en lugar de buscar la mediación divina, deberían dar respuestas de sus actos ante la Justicia de los hombres.
Radrizzani no puede alegar ignorancia. Sabía claramente que ese hombre sentado en primera fila está siendo investigado, junto a su hijo Pablo, por delitos tales como asociación ilícita, lavado de dinero, desvíos de fondos del Sindicato de Camioneros, evasión impositiva, entre otras conductas irregulares. Pero no le importó. El arzobispo eligió libre y conscientemente estar junto a ellos, en un país desangrado por la corrupción lacerante.
Si realmente quería ayudar a los pobres, Radrizzani logró todo lo contrario. Los puso en un segundo plano, porque no eran precisamente pobres, ni desvalidos, los que estuvieron en esa primera fila asintiendo con un dejo de cinismo ante cada palabra de la homilía.
Si lo que buscaba Radrizzani era enviar un mensaje al gobierno nacional para que modifique sus políticas económicas y sociales, tampoco logrará su objetivo. De hecho, al elegir estos interlocutores, el reclamo quedó vaciado de cualquier atisbo de autoridad moral.
La imagen del Papa Francisco también sufrió un fuerte desgaste a partir de los sucesos del sábado.
Luego de las repercusiones de lo ocurrido, Agustín Radrizzani emitió un comunicado desligando al Sumo Pontífice: “Frente a los últimos comentarios, deseo aclarar que el Papa Francisco no ha tenido ninguna injerencia, la decisión de realizar la celebración de la misa en Luján fue absolutamente mía. Mi propósito, expresado en la homilía, fue propiciar una súplica confiada a Dios para favorecer un clima de diálogo que nos ayude a superar las dificultades que sufren muchos argentinos. Nunca tuve la intención de apoyar ni a un partido, ni a una ideología, ni a personas concretas. Lo esencial para mí, en estos momentos históricos, es aprender a caminar juntos para superar la dolorosa brecha que vivimos en nuestra sociedad”.
Ya era tarde monseñor. De hecho, pocas horas antes, el mismísimo Pablo Moyano había declarado públicamente: “No se podría haber realizado la movilización a Luján, sin la venia del Papa Francisco”.
Si Radrizzani dice la verdad, estará sufriendo las consecuencias de haber elegido como aliados a personajes capaces de mentir con absoluta desfachatez.
Quizá sea cierto que el arzobispo de Luján fue el que tomó la decisión de participar de esta puesta en escena que se pareció más a un acto político, que a un acto de fe. Sin embargo, a nadie escapa que la Iglesia católica es una organización vertical. Si no supiera que existen los márgenes necesarios para hacerlo, difícilmente Radrizzani se hubiese tomado semejantes atribuciones.
En definitiva, nadie ganó con lo sucedido el sábado en Luján. En todo caso, perdió la Iglesia católica, una institución que más allá de estos mensajes confusos y contradictorios de algunos de sus líderes, realiza desde siempre una labor encomiable a través de sus bases entres los sectores más carenciados de la sociedad.
La prédica por “Pan, Paz y Trabajo”, jamás puede ser reemplazada por la consigna de “Pan, Paz, Trabajo e Impunidad”.