A mí me dan ganas de creerle a Thelma Fardín. Lo que cuenta o lo que relata tiene el tono, el ritmo, la cadencia de la verdad. Y no solo me dan ganas de creerle a Thelma sino que me dan ganas de declarar culpable a Juan Darthes. Todo lo acusa. Las denuncia de Thelma; las denuncias de otras mujeres; la decisión de su abogada de soltarle la mano porque “hasta aquí llegamos”; incluso, lo acusa ese aire de macho piola que parece acompañarlo a pesar de él mismo.
A mí me dan ganas de creerle a Thelma y culparlo a Juan. ¿Está bien? Está bien para mí, pero no sé, no estoy seguro que esté bien para la justicia. No olvidarlo. Darthes no es un violador hasta que se demuestre lo contrario. Y, además, no solo no es un violador, sino que en principio es inocente. Thelma, por su parte, no es una víctima, por lo menos para la Justicia no lo es; es una persona, es una mujer que denuncia algo terrible, pero que la justicia deberá probar.
Desde la mesa del café yo puedo repartir castigos y premios. En la mesa del café. Pero un país no se maneja con los criterios exclusivos de una mesa de café, sino con instituciones, con leyes, con garantías. O lo entendemos o estamos en el horno. Nos guste o no –y a veces no nos gusta- la justicia posible está en los Tribunales, no en la calle, ni en la barricada. Esa justicia no es perfecta, pero es infinitamente superior al linchamiento público o a la justicia por mano propia. Esa justicia exige requisitos que siempre hay que tenerlos presentes: jueces, fiscales, abogados, presunción de inocencia, derecho a la defensa, garantías, pruebas. No es perfecta, claro que no lo es, pero las otras variables son mucho peores.
En este tema del machismo, alguna vez habría que indagar más acerca de lo que pasa con los hombres. Se ha escrito se ha hablado, se ha debatido acerca de lo que pasa con la mujer, de sus postergaciones, de sus humillaciones, de sus sometimientos, de sus tragedias. Se me ocurre que se habla menos de lo que pasa con los hombres. No hablo de un violador o de un abusador en particular, sino de los hombres situados culturalmente en una época, en un tiempo o en el contexto histórico de lo que por comodidad podríamos denominar la “cultura machista”.
Sin duda que a lo largo de la historia puede decirse con muy buenos fundamentos que el hombre fue el victimario, que el macho se impuso a la hembra con su violencia, su prepotencia, sus atropellos, su certeza absoluta de que es el que manda y ese mandato lo debía ejercer con la voz, con los gestos, con los puños y si es necesario con las armas. Es así. O fue así. Pero lo me interesa es indagar acerca de cómo se fue construyendo ese sentido de superioridad del hombre sobre la mujer, cómo el hombre fue y es empujado a ser “el macho” un contexto en que participan los padres, los maestros, los amigos e incluso las mujeres que de una manera u otra avalaron, alentaron o consideraron durante mucho tiempo esta superioridad, como muy buen lo expresara Simone de Beauvoir en ese libro fundacional que se llama “El segundo sexo”.
Todos los hombres de una manera u otra tenemos memoria de esa experiencia. Ser hombres, ser el macho. Menuda tarea. Las exigencias son enormes. Y el proceso de deshumanización no tiene límites. El hombre se las aguanta, el hombre no llora, el hombre no duda, no vacila. ¡Hay que aprobar cada una de esas materias! En esta escuela callejera donde sí rige el principio de que la letra con sangre entra. Pensemos. La descripción de ese catálogo de valores traza las líneas, los rasgos, la semblanza del fascista perfecto. En esa suerte de fascismo cotidiano los hombres fuimos más o menos modelados desde nuestra infancia y adolescencia. Terrible. El milagro es que con todos esos antecedentes no hayamos sido peores.
La memoria. El colegio y la reunión de hombres en el baño a hablar, a jactarse. La exigencia de fumar, las poses, los gestos, los tonos de voz. Y los consejos. Los consejos de los mayores más cancheros, más experimentados, esos consejos que a veces coincidían con los consejos del viejo o del tío: a las minas hay que ganarlas por las buenas o por las malas; si te dicen que no, no le hagas caso, lo dicen por obligación porque en el fondo te quieren decir que sí y no se animan.
“Nunca lo olvides -me decía un flaco de cuyo nombre no quiero acordarme- siempre es preferible que una mina te largue por hijo de puta y no por boludo”. Maravilloso. Hay más ejemplos, ejemplos de todos los días, lecciones de todas las noches. ¡Y cómo se interiorizan estos preceptos! ¡Con qué fuerza imponen la imagen que nosotros queremos construir de nuestra hombría!
¿Todo fue tan malo? No todo, pero casi todo. El machismo fue dominante, pero también el mito del héroe masculino cumplió su rol. Hablo del héroe que salvaba a la mujer, la defendía. Y era cortés y valiente. Esa caballerosidad, esa galantería eran atributos nobles, heroicos y en muchos casos, amorosos.
Pero el machismo hizo estragos. No todos salimos abusadores, acosadores o violadores. No todos, pero todos estuvimos tentados a serlo. Como dice el tango “La patota se reía y no es de hombres el aflojar”. Inquietos, difíciles y terribles años de la adolescencia. La exigencia a someterse a los tribunales masculinos que nos aprueban o nos rechazan. “Es un boludo”, “es un gil”, “las minas se le cagan de risa”. Y qué humillación que una mujer se ría de uno. Dispuestos a hacer cualquier cosa para ser aceptados en el limbo de nuestros héroes. Lo escribió Bioy Casares: “El héroe de los hombres nunca es el héroe de las mujeres”. Homosexuales reprimidos o no –no viene al caso por ahora discurrir sobre eso- el modelo ideal de los hombre es siempre otro hombre. Y lo más paradójico es que por mucho tiempo ese modelo solía ser premiado por el común de las mujeres. No hay machismo cotidiano sin alguna complicidad femenina. “Me duele decirlo –declaraba Julieta Lanteri- pero en mi lucha por los derechos de la mujer he sido más acompañada por los hombres que por las mujeres”. Y pregunto: a estos violadores y acosadores seriales al estilo Darthés, Federico Luppi, Lito Cruz, ¿cuántas veces sus abusos fueron premiados con el consentimiento? Nada los disculpa, claro está, pero mientras tanto…
Complicado el tema. Complicado, pero no tanto como para no tener, a las vueltas de la vida,
un puñado de ideas en claro. Los hombres y las mujeres somos diferentes, pero estamos unidos en el dolor, en algunos miedos y en la aspiración a ser felices. Una mujer es en primer lugar una persona y esa persona es sagrada. Importa insistir: no es sagrada porque sea mujer o sea hombre, es sagrada porque es persona. ¿Quién lo ordena? Depende. Puede ser Dios, puede ser mi conciencia, pueden ser las leyes, puede ser la historia, pero más allá de estas disquisiciones el principio a favor de la vida es absoluto.
Tampoco olvidar. El machismo es una de las versiones del poder en la historia para someter al más débil o para someter al que se le asignó el lugar de más débil. El machismo es igual al poder. Es prepotente, perverso, solapado y, además, se concibe impune. El machismo es una epidemia moral que enferma a los hombres y durante años contaminó a las mujeres que hoy se rebelan y luchan acompañadas –esto también hay que decirlo- de muchos hombres- porque lo que discute puede ser que tenga que ver con ese misterio insondable que se llama sexo, pero en lo fundamental lo que está en juego es la condición humana y una suma de valores sin los cuales esa condición humana no sería posible.
El machismo es el poder. Claro que sí. Y más de una vez se confunde con el poder político o el poder del déspota. Pensemos en Trujillo y la fiesta del Chivo. O en Daniel Ortega, presidente de Nicaragua sometiendo a su hijastra con la complicidad siniestra de su madre, actual vicepresidente de Nicaragua. O para no irnos tan lejos, recordemos a un presidente argentino que sometió a una adolescente. ¿De quién estoy hablando? No me acuerdo bien ni el nombre de él ni el de ella. Solo sé que él era presidente y tenía más de sesenta años y ella era estudiante y apenas tenía catorce. Ah…me olvidaba…a los padres de la niña el Estado le regaló una casa como compensación…