El Papa Francisco está haciendo todo lo posible para encontrar una solución, no sé si justa pero por lo menos satisfactoria, al escándalo promovido por los sacerdotes pedófilos o pederastas. Convocar a las altas jerarquías de la Iglesia fue una iniciativa necesaria, pero sobre todo inédita. Un “cristiano viejo”, como diría Cervantes, ¿hubiera imaginado alguna vez que la Iglesia católica se reuniera con sus máximas autoridades para discutir sobre estos temas?
La respuesta a esta pregunta no es tan fácil como parecería al primer golpe de vista. Efectivamente, la iniciativa del Papa fue audaz, pero está audacia esta relacionada con la gravead de la situación. Puede que el Papa esté convencido acerca de la necesidad de esta reunión, pero habría que preguntarse si después de los crecientes escándalos le quedaba otra alternativa. Es más, la pregunta de fondo es si con lo que hizo alcanza, o si es apenas el primer paso de un proceso que amenaza con ser mucho más escabroso que lo que se pretende observar al primer golpe de vista.
Por lo pronto, ya es una verdad admitida por la propia Iglesia que existió la pedofilia, que existió la protección a los pedófilos y que ese acto puede que sea un pecado, una falta, una debilidad de la carne, pero por sobre todas las cosas es un delito cuyos responsables no lo pagan rezando o realizando un bucólico retiro espiritual, sino cumpliendo una condena en la cárcel.
También se admite que los protagonistas de estos delitos no son una anécdota, un episodio habitual en cualquier colectivo social, como se dijo, sino que constituye una tendencia, un dato duro de la realidad. ¿Todos los sacerdotes están comprometidos? Por supuesto que no; una minoría si se quiere, pero una minoría consistente, una minoría intensa, escandalosa, porque se suponía que estos delitos sexuales podrían cometerse en cualquier parte menos en la Iglesia Católica.
Esto es así y no hay manera de relativizarlo diciendo, por ejemplo, que en cualquier parte pasan estas cosas. Y digo que el argumento es una coartada indigna porque se supone que la Iglesia Católica no es “cualquier parte”; porque nadie se puede defender argumentando que los otros son iguales o peores; pero además, se supone que una institución no protege a sus pederastas y la imputación histórica que tiene la Iglesia es que en más de un caso los ha protegido y tal vez los siga protegiendo más allá de las condenas que se publican en los diarios.
Lo cierto es que el escándalo está en la calle y aún no se sabe su desenlace y, sobre todo, no se sabe el precio que pagará la Iglesia. Por lo pronto, los costos económicos ya son siderales y eso que el pase de facturas aún no ha concluido. Estamos hablando de miles y miles de millones de dólares en indemnizaciones y reparaciones. La Iglesia tiene mucha plata, pero para todo hay un límite. El problema es que ese límite todavía no se conoce, aunque se sospecha que todavía está lejos.
Los problemas jurídicos ya se están tramitando, pero esta suerte de culebrón no termina con algunos sacerdotes, e incluso algún obispo, entre rejas. El problema de fondo, por lo menos para mí lo es, reside en la pregunta que debería hacerse la Iglesia Católica para explicar por qué le pasó lo que pasó.
Hagamos un repaso no cronológico. Una cuantas décadas atrás a los curas se les imputaba sus picardías sexuales clandestinas con mujeres solteras o casadas, lo mismo daba. El cura con una amante, el cura con hijos, todo más o menos disimulado y todo más o menos admitido. De todos modos, los curas “mujeriegos” estaban obligados a cuidar las formas porque el celibato hacia la opinión pública, debía cumplirse.
Después comenzó a trascender el tema de los curas homosexuales. Siempre los hubo en la iglesia, pero ahora adquirieron una singular publicidad y, según voceros bien informados, cada vez son más.
Un cura homosexual, a un laico solo le puede provocar a lo sumo un encogimiento de hombros. Ser homosexual no es delito y cada uno es libre de hacer con su sexualidad lo que mejor le parezca. El problema es que la homosexualidad es un delito para la iglesia, “una perturbación, un desarreglo moral…” . La gran paradoja de todo esto es que la institución que con más empecinamiento critica la homosexualidad, dispone de minorías intensas de homosexuales en sus filas, homosexuales que todos saben de su identidad y que la institución iglesia consiente y, en más de un caso, aprueba.
Pero la última vuelta de tuerca de este culebrón lo dan los pedófilos. A diferencia de la homosexualidad estamos ante un delito penado por la ley y, si se quiere, por la ley moral laica de la sociedad. Violar o abusar de niños o adolescentes es, entre otra cosas, una miserable y sucia canallada. Y protegerlos es una canallada por partida doble.
Según los cardenales y obispos conservadores, aficionados en correr por derecha al compañero Francisco, el problema de fondo en la Iglesia es la homosexualidad. ¿Y la pedofilia? Una variante más perversa de la homosexualidad, según ellos. No es un a discusión bizantina. Pero sobre todo, es una discusión que por un camino o por otro pone a la sexualidad en el centro del debate.
Aclaremos al respecto. El juicio y cárcel a los curas pedófilos no es un tema sexual o teológico, sino penal, y corresponde a la justicia de los hombres dar una respuesta. Dije que desde el punto de vista del derecho civil la homosexualidad no es un delito, pero sí lo es para la Iglesia. ¿Para la iglesia es lo mismo la homosexualidad que la pedofilia? No lo es, parecería ser la respuesta más razonable, pero muchas respuestas que para el común de los mortales son razonables, para los miembros de la iglesia no lo son. Por ejemplo, para un par de cardenales ultra conservadores la pedofilia es apenas una variante de la homosexualidad y, en ambos casos, el castigo debe ser el mismo o parecido.
Si el Quijote alguna vez le dijo a Sancho: “Con la iglesia hemos topado”, ahora la respuesta de la Iglesia debería ser; con la sexualidad hemos topado. Porque la otra sorpresa es que la institución que durante siglos frenó con más entusiasmo el impulso sexual, no solo a la gente común sino en el interior de la iglesia, ahora para su sorpresa se informa que ese impulso sexual que suponía muerto ha renacido con más fuerza y más perversión.
¿Habrá que poner fin al celibato para empezar a arreglar estos desaguisados? No lo sé. El celibato como manifestación de esta intención de asociar el sexo con el pecado de la carne, la lujuria, las pasiones bajas, tiene que ver con este realidad de sacerdotes pederastas y homosexuales. Se dirá que en las iglesias protestantes, donde el casamiento de los pastores está permitido, también se observan conductas homosexuales. Es probable. Y lo es, porque no se trata solamente de disponer que los curas se casen, porque casado o no, si el sexo sigue siendo visto como algo sucio o como un acto a ejercer solo para la procreación, las reacciones “retorcidas” siempre estarán acechando.
Moraleja; no hay solución de fondo si no existe una liberación de la sexualidad. Advierto por las dudas: no estoy promocionado pornografía, fiestas negras o “reuniones de trabajo” en Xanadu, estoy hablando de ampliar fronteras de libertad con sus horizontes pero también con los límites inevitables de la condición humana. La sexualidad es una de las asignaturas más importantes a la hora de modelar una personalidad y es la asignatura que más se subestima o su conocimiento queda liberado a la espontaneidad. Si esto vale para todos, vale también para la Iglesia Católica y diría todas las iglesias, porque todas renguean, y mucho, en estos temas.
La sexualidad es algo más que el sexo en términos fisiológicos o glandulares. La sexualidad incluye lo genético, pero también lo cultural y cada una de las pequeñas e intransferibles experiencias de vida que tenemos. Reprimir o maniatar ese “instinto” provoca perturbaciones profundas. Una de las posibilidades para comprender lo que le pasa hoy a la Iglesia Católica, pasa por indagar más sobre esta riña a veces secreta, a veces dolorosa que la sexualidad sostiene en su interior entre Eros y Tanatos.