El paro docente no se decidió la semana pasada, se decidió en diciembre del año pasado y, desde una mirada histórica un poquito más amplia, muy bien se podría postular que en realidad estos paros se programaron no en diciembre del año pasado sino en diciembre de 2015, cuando el gremialismo kirchnerista a través de su jefa le declaró la “guerra” al gobierno electo.
Las consignas de Baradel para justificar los paros poseen un nivel de generalización que si se las tomara al pie de la letra justificaría parar todos los días del año porque, sencillamente, la mayoría de esos reclamos no los puede resolver este gobierno y ningún gobierno, por la sencilla razón de que el Estado no dispone de los recursos o las posibilidades reales para resolverlos.
La realidad se complace mientras tanto en tejer sus propias ironías. No deja de ser en cierta manera un sarcasmo de la historia que la labor sistemática de demolición de la escuela pública llevada a cabo por el gremialismo docente (que no por casualidad encuentra en Baradel el exponente que mejor lo representa), se haga en nombre de la defensa de la escuela pública, cuando, si nos permitiéramos tomarnos algunas licencias alrededor de las clásicas hipótesis conspirativas, muy bien podríamos imaginar la confección de un plan siniestro tramado por los tradicionales defensores de la escuela privada destinado a pulverizar a la escuela pública valiéndose de un gremialismo docente que actúe haciendo todo lo necesario como para que ese objetivo se cumpla.
Sarmiento a esta hipótesis la hubiera comprado a sobre cerrado, sobre todo porque ni en sus pesadillas más escabrosas (que las tuvo) hubiera imaginado que la educación pública en la Argentina terminaría gimiendo bajo los desplantes de los Baradel de turno.
Ironías al margen, convengamos que algo grave, algo serio, algo doloroso nos pasó a los argentinos para que una de las más grandes revoluciones educativas de occidente, como fue la programada por la Generación del Ochenta, se debata ahora en los lodazales, las miasmas y los pantanos de los cíclicos paros de 48 y 72 horas lanzados por un gremialismo faccioso, irresponsable, en algunas franjas corrupto, cada vez más lumpenizado y, sobre todo, divorciado de las necesidades de los docentes reales y de los objetivos que un Estado que merezca ese nombre deba proponerse en materia de educación pública.
Lo más patético de todo , es que si creyéramos en los diagnósticos escatológicos de los gremialistas docentes, la situación educativa del país no tendría otra salida que la precipitación hacia el abismo. Por lo menos no la tendría desde el punto de vista de la educación pública, porque seamos claros: haga lo que se haga y gobierne quien gobierne, no hay posibilidades de cumplir con lo que los gremialistas docentes exigen, de buena fe, algunos; de pésima mala fe ,otros.
Si mañana el presidente fuera Lavagna, Cristina o el Soldado Chamamé, la situación educativa seria exactamente la misma, con sus crónicas conflictos y sus empecinados callejones sin salida, porque el problema de la educación no son los gobiernos, sino el Estado, la incapacidad o la dificultad crónica del Estado para desarrollar ciertas políticas públicas en un espacio inficionado por las conductas corporativas, la corrupción, la ineficiencia y la inercia burocrática.
Hubo épocas - allá lejos y hace tiempo- que uno de los problemas centrales de la educación eran los bajos presupuestos. Hoy no se puede sostener esa crítica porque los presupuestos destinados a educación son, en las condiciones históricas de la Argentina, aceptables y, en algunos casos, buenos, aunque más del noventa por ciento de los montos estén destinados a pagar salarios.
¿Presupuestos buenos y sueldos malos? No estoy tan seguro de que sea así. Los sueldos de los docentes, en las condiciones de lo que gana en la actualidad la administración pública, no son los mejores, pero tampoco los peores. Por otra parte, las posibilidades de aumento salarial están condicionadas por la disponibilidad de recursos. Innecesario recordarles a los Baradel que el Estado no es un patrón privado que paga bajos salarios porque le gusta irse a veranear a la Costa Azul. Los recursos que dispone el Estado provienen de los impuestos. Por lo tanto, para mejorar los salarios docentes no existen infinitas posibilidades. O aumentamos los impuestos, cosa muy difícil en un país agobiado por la presión impositiva; o le sacamos recursos a la salud y a la seguridad, lo cual, además de imposible, sería injusto, o reducimos una planta docente que, según las cifras, destinan cuatro maestros por cargo, lo cual en las condiciones sociales y políticas de la Argentina, también es imposible.
Hay cifras y datos que permiten sostener que los sueldos docentes no son malos. Al respecto, y desde un punto de vista experimental, diría que la prueba más contundente de que la docencia no es un trabajo indeseable, es la demanda cada vez más alta de maestras para ingresar al sistema, o la alegría que expresa una maestra cuando la titularizan. Si la docencia fuera un martirio, un vía crucis expoliado por el hambre y la miseria, no se registraría esta demanda.
Por supuesto que siempre habrá buenas razones para reclamar aumentos de sueldos, sobre todo en un país con una economía inestable e inflacionaria, pero más allá de los rigores de las coyunturas, admitamos que si bien la educación está en crisis, el sistema y los servicios salariales está lejos de ser una catástrofe y de justificar ese nivel salvaje de conflictividad irresponsable desde donde se lo mire, porque nunca olvidemos que las huelgas del señor Baradel se sostienen gracias al cómodo y cínico expediente de transformar a los chicos no en sujetos educativos sino en rehenes de sus roscas y ambiciones políticas.
Decía que con este gremialismo docente, aunque gobierne Papá Noel siempre habrá huelgas, siempre los chicos se quedarán sin clases y cada vez será más ancho el túnel que traslada a los chicos desde la educación pública a la privada. Es verdad, los problemas de la educación vienen de lejos, pero no es menos cierto que desde hace años el principal problema, no el único, es este gremialismo que se beneficia con los vicios del sistema, que se resiste a los cambios porque en la defensa del status quo reside su fortaleza y se justifican sus privilegios.
Como se dice en estos casos, los gobiernos pasan y los problemas quedan. Dicho con otros términos: los gobiernos se van, pero los Baradel se quedan. Y además se queden reclamando todo y sin hacerse cargo de nada. Sé de gobiernos y de funcionarios que admiten haber cometido errores, pero no conozco un gremialista docente que acepte que alguna vez se equivocó o que se pregunte si existen otras posibilidades para la educación pública que no sean las devastadoras huelgas salvajes lanzadas con absoluta impunidad porque, vamos, resulta muy fácil y muy divertido jugar al huelguista combativo cuando se tiene al certeza de que el juego sale gratis y hace realidad el sueño cotidiano del Argentinos piola: cobrar sin ir a trabajar y extender los fines de semana largos a semanas completas de descanso, siempre respaldado por un régimen corrompido de licencias y privilegios que hasta el presidente del país de Jauja no se hubiera animado a dictar para sus súbditos
¿No hay salida entonces para la educación argentina? Salidas teóricamente siempre hay, pero nunca son fáciles. Lo triste de todo esto es que con un poquito de buena voluntad podríamos empezar a cambiar. Por lo pronto hay un amplísimo consenso en la sociedad que la educación es en el siglo XXI un valor estratégico y que para hacerlo realidad solo es necesario disponer de la mínima lucidez para saber los cambios que se deben producir.
Recursos humanos hay para empezar a caminar. Nadie espera milagros, pero sí es legítimo exigir cambios mínimos, entre otras cosas, pasar del conflicto permanente a la colaboración permanente. Esa debería ser la consigna que incluya a todos en la tarea de transformar la educación pública.