No se podía saber entonces la repercusión que iba a tener esa victoria para el boxeo argentino. No fue solamente un cambio de manos del campeonato mundial de peso mediano. Fue el lanzamiento de una nueva era.
Solamente tres argentinos habían sido campeones del mundo hasta el momento. Pascual Pérez en 1954, pareció una especie de hecho aislado, sobre todo porque su manager, Lázaro Koci, se enfrentó con la empresa Luna Park y “Pascualito”, como lo llamaban, debió hacer su campaña en el extranjero. Sumando victorias, por otra parte, que lo llevaron a ser record en la división mosca.
Juan Carlos Lectoure -al frente del Luna Park desde 1957-, logró sumar dos coronas más. Horacio Accavallo (mosca, 1966) y Nicolino Locche (welter junior, 1968) ambas en Tokio.
Ninguno de los dos, gozando de una gran popularidad en Argentina, tuvo despegue fuera de la Argentina. Accavallo renunció a su corona y Locche la perdió en Panamá ante Alfonso Frazer.
Y fue entonces cuando apareció Carlos Monzón, a quien Lectoure decidió proyectar internacionalmente a pesar de su estilo poco comercial (no era, justamente, de los que podían llenar el estadio) y lo difícil que ha sido siempre la división de los medianos.
Emile Griffith y Nino Benvenuti habían peleado tres veces por la corona con dos victorias para el italiano. En la tercera inauguraron el Nuevo Madison, el 4 de marzo de 1968.
Eran los tiempos en los que Oscar Bonavena había perdido frente a Muhammad Ali. Y en los que Joe Frazier, en 1971 y en el Madison, derribó a Alí y le quitó el invicto.
Las entidades mundiales –la WBA como más antigua y el WBC como fuerza emergente-, eran de extracción latina, y los campeones mundiales ya no eran necesariamente norteamericanos.
Así como Benvenuti reinaba más en Europa que en los Estados Unidos, Carlos Ortiz de Puerto Rico, Ismael Laguna de Panamá, Teo Cruz de Dominicana o Mando Ramos de origen latino, nacido en California, o el español Pedro Carrasco venían alternándose en la división de los ligeros. Finalmente llegó el turno del escocés Ken Buchanan.
Hasta que en 1972 apareció Roberto “Manos de Piedra” Durán y destronó a Ken Buchanan en el Madison y, junto a Monzón, reafirmaron como pocos el poderío del boxeo latino.
Lectoure trabajó duramente para que la Asociación Mundial le diera la oportunidad a Carlos. Cuando llegó a ser el promotor del campeón mundial mediano, logró un gran poder. De hecho, le permitió asociarse a Rodolfo Sabatini –de gran influencia en Europa- y Bob Arum –todavía hoy uno de los más importantes promotores del mundo-. De ese vínculo, más la buena relación con la Asociación Mundial, Lectoure conseguiría más tarde chances a Víctor Galíndez, Miguel Angel Castellini, Hugo Corro, Sergio Palma, Santos Laciar y tantos y tantos más…
Es cierto que detrás de un gran campeón suele haber un gran promotor y un gran entrenador. Pero sin un gran boxeador, ningún entrenador como Brusa o un promotor como “Tito” pueden hacer nada…
Lectoure estaba tan seguro de la victoria del santafecino, que en 1968 llegó a ofrecerle a Bruno Amaduzzi, el manager de Benvenuti, una bolsa de 30.000 dólares para pelear en Buenos Aires.
“Era una locura total –narró Lectoure, años más tarde-, porque yo venía de pagarle 12.000 dólares a Sandro Loppopolo (campeón mundial welter junior) para pelear con Locche. Pero la gran diferencia era que Nicolino llenaba el Luna Park y Monzón no. Eso sí, estaba loco al hacer la oferta, pero no en la idea básica: yo estaba convencido de que Benvenuti estaba hecho a la medida para una victoria de Carlos. Finalmente, Amaduzzi dijo que no y me salvé de perder una fortuna”.
Lectoure siguió asistiendo la convenciones de la WBA y finalmente, en 1969, logró que Carlos, que había vencido a varios rivales norteamericanos en el Luna Park, fuera considerado el número uno del ranking.
Si Lectoure confiaba en el triunfo, ni que decir que la fe que se tenían el propio boxeador y su entrenador, Amilcar Brusa.
A pesar del respaldo del presidente de la Asociación, Emile Bruneau, que le había prometido a Lectoure que se iban a cumplir los reglamentos, surgieron dos dificultades.
Una, se mencionó nuevamente a Emile Griffith para una cuarta pelea con Benvenuti. El segundo inconveniente fue que para el Consejo Mundial de Boxeo, presidido por José Sulaimán, el retador número uno era Emile Griffith.
“Vistos a elegir, los promotores Bruno Amaduzzi y Rodolfo Sabbatini –narró Lectoure-, decidieron elegir al desafiante más débil, y se quedaron con Carlos. Vinieron a Buenos Aires y después de una cena, nos dimos la mano: la pelea era ya un hecho. Al día siguiente lo llamé a Brusa y le di la noticia. La pelea iba a ser entre el 10 y el 11 de noviembre…”
Se reunieron los tres y se decidió que Monzón iba a realizar una última pelea de preparación el 19 de septiembre, en el Luna Park, ante Charley Austin, que tenía 37 victorias, 36 derrotas y 7 empates.
El santafecino ganó por puntos ante un estadio casi vacío y, cuando terminó la pelea, los aficionados se fueron haciéndose la misma pregunta: “¿Cómo va a hacer este hombre para ganarle a un fenómeno como Benvenuti?”.
En ese momento, el argentino sumaba 67 peleas ganadas, 3 perdidas, 9 empates y 44 nocauts. Tenía 28 años y era campeón argentino y sudamericano.
Benvenuti, a los 32, tenía 82 victorias (35 nocauts), 4 derrotas y un empate. Había sido medalla dorada en los Juegos de Roma, en 1960. Lentamente había comenzado su declive. Aburguesado, ya no era el de antes, pero eso no atenuaba su gran calidad técnica y su experiencia internacional.
Lectoure decidió prestarle a Carlos un sueldo mensual para que se dedicara únicamente a entrenar, sin efectuar ninguna otra pelea más. “Si por desgracia llegaras a recibir un corte o algo, nos quedaríamos con el objetivo principal, que es pelear con Benvenuti y ganarle”, fue su razonamiento.
Monzón –cuya bolsa fueron 15.000 dólares, más 1.000 por publicidad-, realizó duros trabajos de sparring con un medio pesado de gran rodaje internacional como José Menno, quien lo obligó a forcejear y hacer palancas. “Yo pesaba diez kilos o más, así que cuando Carlos lo agarró en el ring, para él, Nino era una pluma”, contó Menno, que en su record se anotaron nombres como los de “Ringo” Bonavena, Bobo Olson, Gregorio Peralta o Giulio Rinaldi.
Hambriento de fama, gloria y dinero, entrenó pensando que Benvenuti querìa robarle el pan a sus hijos.
Con él viajó su preparador físico Patricio Russo, que vendió un Fiat 600 para estar presente, porque no había pasaje ni estadía para él.
También estuvieron Juan Alberto “Ardillita” Aranda, un excelente welter junior que decidió acompañar al grupo y Alfredo Capece, jefe de boleteros del Luna Park y hombre de confianza de Lectoure.
Hernán Santos Nicolini, un joven periodista había logrado comprar los derechos de radio después de hipotecar un departamento. Y no solamente logró narrarla por radio Rivadavia junto a Osvaldo Caffarelli, sino que aportó la publicidad de una revista de historietas.
“Yo tenía los derechos, pero también dije que la única forma de arreglar era que yo también pudiera relatar la pelea”, recordó luego Nicolini.
Entonces se decidió que Nicolini y Caffarelli –relator oficial de la radio-, narraran un asalto cada uno, y a Nicolini le tocaron los asaltos pares, por lo que terminò siendo el narrador del nocaut.
La salida rumbo al estadio, bajo la lluvia, fue accidentada. Monzón necesitaba un médico que le infiltrara sus torturadas manos, y no aparecía ninguno. Hasta que finalmente vino al hotel Juan Carlos “Toto” Lorenzo, técnico argentino del Lazio, con dos médicos argentinos. “El efecto dura solamente una hora, así que esperemos que le sirva para toda la pelea”, dijo uno de ellos.
Faltaban unos cuarenta y cinco minutos para la pelea, así que con el boxeador ya vestido y listo para subir al ring, salieron todos del hotel rumbo al Palazetto Dello Sport, en donde asistieron 16.000 espectadores.
“Cuando empezó la pelea, me di cuenta de que Carlos no había venido solamente a ganar, sino a pelear en serio, con una fiereza que va más allá del boxeo”, confesó años más tarde Nino Benvenuti.
Ya en el pesaje, el todavía campeón le había dado una palmadita en el glúteo a su retador, quien lo fulminó con una mirada cargada de odio. Sí, era cierto, Monzón no subía a boxear, sino a destruir a su rival, fuera quien fuese… Como reconoció luego el propio Carlos, “Esa noche, si podía, a Benvenuti lo mataba”.
Lo fue demoliendo lentamente, trabajando al cuerpo y a la cabeza con frialdad, determinación y vigor. Si el boxeo es un choque de voluntades, era evidente quién manejaba la situación.
Fue así que empezó el 12do round y aunque para los oficiales de ring Benvenuti iba ganando, en el ring las cosas eran distintas.
“Ese hombre está muerto, Carlos, vaya y póngalo nocaut”, fue la orden de Brusa.
Benvenuti había estado luchando contra un hombre más fuerte que él, más determinado, empujado por un tremendo deseo de ganar. Demasiado para él.
Monzón fue y culminó su obra. Cuando el reloj llegaba ya al minuto, el santafecino, haciéndole honor a su apodo (“Escopeta”, bautizado asi por Julio Cantero, el periodista santafecino y referí de muchas de sus iniciales peleas) lo fue midiendo con la izquierda.
Tras llevarlo de rincón a rincón, descargó su derecha con una tremenda potencia. Cayó Benvenuti como tocado por un rayo y, aunque se levantó, fue casi un acto reflejo, pues tambaleando, casi volvió a caer. El referí Rudolf Drust, de Alemania, decretó el final al minuto y 57 segundos de ese 12do. asalto. No hubo remedio ni salvación para Nino…
El festejo en el ring fue interminable.
Monzón, en quien muy pocos habían creído, el humilde muchacho salido de San Javier, Santa Fe, era el nuevo campeón mundial de los medianos.
Lo que nadie imaginó, esa noche romana, que empezaba algo más que una leyenda. Empezaba un capítulo dorado para el boxeo argentino.