Del infierno al ring, del ring al podio. La historia de Alejandra “Locomotora” Oliveras no fue solo la de una mujer que se convirtió en seis veces campeona mundial de boxeo. Fue la de una luchadora que, desde la pobreza extrema y la violencia de género, se abrió paso a piñas —literalmente— hasta convertirse en un símbolo de superación en el deporte argentino.
"Me mandaban a lavar los platos", recuerda con dureza Oliveras, evocando los días en que su sola presencia en un gimnasio era rechazada por varones que no concebían que una mujer pudiera ponerse los guantes. Pero Alejandra no solo se los puso: con ellos escribió una de las trayectorias más potentes del boxeo femenino nacional.
Su primer combate no fue profesional. Fue personal. A los 14 años fue madre, y a los 15 ya sufría violencia de género por parte de su pareja. Pero un día, la fuerza de proteger a su hijo pudo más que el miedo. Empezó a entrenar en secreto en una pequeña habitación. Cuando él volvió a golpearla, ella respondió con una piña que “nació del alma”, según contó. Esa fue su primera gran victoria.
Desde su pueblo natal, Alejandro Roca, en Córdoba, sin gimnasios ni entrenadores, fue construyendo su camino. La radio del pueblo fue testigo del comienzo: leyó una noticia de Mike Tyson y dijo al aire que quería ser boxeadora. Un exboxeador la escuchó y le armó su primera pelea. “La Yarará”, una vecina famosa por su carácter, fue su rival. Se golpearon más con rodillazos que con técnica, pero Oliveras ganó. Esa noche no venció solo a su rival: venció al dolor, al hambre, a la humillación, al miedo.
Comenzó a entrenar en Adelia María, haciendo decenas de kilómetros en moto, desafiando prejuicios y soportando discriminación. Le decían que no era mujer, que se fuera a su casa, que el boxeo no era para ella. Pero siguió. “El boxeo es disciplina, es estudio, es respeto. No es solo pelear”, repite.
Pasó de pelear por monedas —viajaba cientos de kilómetros para ganar 18 pesos— a consagrarse campeona del mundo en 2006. Aquella victoria le dio un premio de 2800 dólares… que le robaron apenas volvió al país. “Me sacaron el dinero, pero no el orgullo”, contó en una oportunidad. Y nunca se lo sacaron.
Detrás de sus títulos hubo sacrificios inmensos: jornadas eternas de entrenamiento, maternidad en soledad, ausencia de cumpleaños, navidades sin compartir con sus hijos. Pero había un objetivo: darles una vida distinta. Y lo logró. Pudo educarlos, darles trabajo, y abrir dos gimnasios en Santa Fe, uno de ellos gratuito.
“Yo soñaba con un asado, con una milanesa. Hoy tengo mi casa, mis hijos están conmigo. El boxeo me salvó”, contó.
Pero el boxeo no fue el único golpe fuerte que enfrentó. Días antes de una pelea por el título mundial, descubrió que su marido la engañaba con su propia hermana. Lloró, entrenó más que nunca y salió campeona. Así funcionaba la “Locomotora”: los golpes de la vida los convierte en energía.
Uno de los puntos de quiebre en su carrera fue conocer a Amílcar Brusa, el mítico entrenador de Carlos Monzón. “Me dijo que me iba a hacer campeona del mundo, y lo hizo”. Llevaba tatuados en su brazo los laureles que él usaba como símbolo.
“Yo no nací para ser víctima. Nací para ser feliz. El gimnasio no te traiciona, el boxeo no te abandona. Y yo sé que ahora mi misión es cambiar vidas”, afirmó, decidida como siempre, con los puños en alto. La Locomotora, ya es leyenda del boxeo nacional.