Los recuerdos son, algo así, como cuadros que lucen colgados en el pabellón de nuestra memoria. Imágenes desplegadas, unas tras otras a lo largo de esas galerías que contienen selectos momentos que han quedado mágicamente conservados en su justa dimensión. Selectos porque no todo recuerdo perdura inmutable en nuestras mentes y para tal fin existe un filtro que separa lo pasado de lo vigente y que está compuesto por un honorable tribunal de emociones y sentimientos.
De allí que las más alegres escenas familiares tengan su lugar de privilegio en el pabellón del que les hablo. La caricia del abuelo, el aroma de la cocina de la abuela, los ruidos del barrio, el sabor del mate de la vieja, el primer llanto de un hijo. Todo, absolutamente todo tiene su exacto lugar. Pero no es la alegría la única que enmarca un recuerdo. La partida prematura de un familiar, el desarraigo del pago,el grito de un hijo cuando desafía los límites propuestos buscando los suyos, el desamor tras el primer gran amor. Cada detalle perdura intacto, protegido por nuestros sentimientos.
Y en medio de la familia, los amigos, el barrio y las tropelías, el fútbol; quecomo una síntesis de todo lo anterior es capaz de generar la mayor de las felicidades o el peor de las penas. Y es que ese amor es incorruptible, irremplazable, leal hasta la eternidad. Por eso duele como duele y sana como sana.
Cualquiera que haya estado en una cancha, desde el césped o el cemento, conoce el poder que ostenta este mágico deporte, aunque sea un ateo futbolero. No se precisa ser psicólogo para notar el calor y el fragor que destila un hincha. No hay razones aparentes muchas veces para entender algunas cosas, y es lógico, porque no se precisan razones allá donde gobiernan las emociones.
Y si el futbol es pasión y las emociones constructoras de recuerdos, el hincha de fútbol alberga una gran colección emotiva. Es una galería de arte futbolero, donde aparecen registros de batallas ganadas y de batallas perdidas detalladamente confeccionadas. Y entre ellas, las piezas más valiosas: los recuerdos de los clásicos.
Porque cada clásico genera una ilusión. La ilusión de que sea el mejor de todos y la ilusión de poder disfrutarlo ese día, el siguiente y cuantas veces se lo desee compartiéndolo con un amigo, con un hijo o con un nieto sin mayor esfuerzo que cerrar los ojos y bucear en ese pabellón destinado a las piezas de excepción.
Cada hincha lo vive a su manera, lo sueña a su modo, pero todos anhelan un mismo final: el triunfo. Tiene la capacidad de transmitirle -aunque la violencia se lo haya arrebatado al ocasional visitante- todo lo que siente a sus futbolistas. Y es necesario que así sea. Porque es su deber contagiar en tan especial día, sus sentimientos más profundos, a sus representantes de turno.
De ahí en más, los entrenadores propondrán sus estrategias y los protagonistas le agregarán su inventiva. Comprender el valor de un Clásico debe servir para interpretar el enorme e intransferible privilegio que significa ser actor principal del momento más sublime de nuestro fútbol y de nuestros clubes.
Ojalá todos desarrollen sus papeles, acatando las reglas del juego -fuera y dentro del campo- durante y después del partido, dando lo mejor de sí para que el espectáculo sea el mejor posible.
Aunque está claro que, más allá del deseo de Tatengues y Sabaleros, y más allá de las intenciones de los futbolistas, la esférica reina de este deporte probablemente sea la que decida quiénes colgarán este cuadro entre sus recuerdos más bonitos. Y saber a estas alturas si se entregará al talento, a los merecimientos o al azar, es inquietantemente indescifrable.