Al momento de escribir esta nota –viernes a la tarde- los seguidores de Lula insisten en convocar a una amplia movilización para protestar por lo que califican como una desvergonzada y proscriptiva maniobra de la derecha para impedir que el candidato popular más popular en Brasil se presente en las elecciones previstas para octubre de este año.
No están del todo equivocados los “lulistas” cuando denuncian que la derecha está de fiesta por la inminente detención del hombre al que no le perdonan su origen obrero y haber afectado sus privilegios, una suposición brutalmente corroborada con la incalificable intromisión del general Eduardo Villas Boas adjudicándose el rol de determinar quién es o no culpable, una actitud expresamente prohibida por una ley sancionada durante la presidencia de Fernando Henrique Cardoso y que evoca las peores épocas del mesianismo castrense.
La supuesta alegría de la derecha puede justificar emocionalmente a la izquierda, pero está claro que carece de valor político y, sobre todo, jurídico, ya que lo que Lula debe demostrar no es si es un dirigente de izquierda y un obrero proveniente de la pobreza, sino si robó o no robó mientras ejercía la presidencia de Brasil entre 2003 y 2010.
En definitiva, lo que se discute -o debería discutirse- es si el principio de igualdad ante la ley, a la que supuestamente todos los actores políticos adhieren, se cumple o no se cumple.
Otro de los argumentos “fuertes” de la izquierda es que la derecha se ha dedicado a “judicializar” la política, una imputación que los argentinos conocemos porque suele ser la consigna preferida de los kirchneristas para eludir la acción de la justicia, maniobra que, a decir verdad y a juzgar por los resultados, pareciera que en la Argentina da mejores resultados que en Brasil, al punto que se ha llegado a decir que mientras en Brasil Lula está a punto de ir a la cárcel, en nuestro país, por causas parecidas dos expresidentes, Menem y Cristina, disfrutan de la libertad gracias a los fueros parlamentarios y a una justicia que daría la impresión que nunca se decide a encarcelar a los poderosos, un dato sobre el cual es necesario insistir, porque Lula, Menem, Cristina, Dirceu, Dilma, Genoino, Boudou, no son peatones indigentes y desprotegidos o desolados militantes de base, sino hombres y mujeres del poder, con enormes recursos económicos y políticos para eludir la acción de la justicia.
Más allá del riesgo de hacer valoraciones sobre situaciones diferentes entre Brasil y Argentina, lo que queda claro es que en nuestro vecino país, el Poder Judicial funciona un poco mejor que en estos pagos y los corruptos van a la cárcel, un detalle a tener en cuenta sobre todo si se observa que además de Lula y los más encumbrados dirigentes del PT, los procesos y detenciones incluyen a algunos de los más poderosos empresarios de Brasil.
En este contexto, pareciera que el juez Sergio Moro se ha transformado en la bestia negra de la izquierda, el personaje siniestro manipulado por la derecha para detener a un militante nacional, popular y antiimperialista. Al respecto, habría que preguntarle a Marcelo Odebrecht o a los más de setenta empresarios multimillonarios juzgados y condenados por este juez, si consideran que Moro se dedica exclusivamente a atacar sádicamente a los pobres y proteger a los ricos.
Por lo pronto, y para lo que importa, sus antecedentes profesionales y personales son impecables y si alguna adhesión entusiasta manifestó alguna vez este juez de 44 años, fue por su colega italiano Giovanni Falcone, el magistrado que investigó al detalle la red mafiosa de corrupción que incluía a los grandes bonetes de la política nacional y su corte de empresarios favorecidos con los grandes negocios.
Es que fue el “mani pulite” el primer esfuerzo sistemático en la segunda mitad del siglo veinte por combatir la corrupción del poder sin ceder a presiones, chantajes y amenazas. Las maniobras y truhanerías del socialista Bettino Craxi y el democristiano Giulio Andreotti para urdir negocios con empresarios coimeros, no fue una creación exclusiva de estos políticos italianos, pero fue su expresión más elaborada, la misma que se presentó como modelo a imitar por los políticos corruptos de todo el mundo, una imitación que encontró en el menemismo y el kirchnerismo a sus más entusiastas seguidores y cuya consigna popular fue la tristemente célebre “Robo para la corona”, frase que las malas lenguas le atribuyen al dirigente y empresario peronista José Luis Manzano.
Robar para la corona fue traducido por Kirchner y su esposa, con esa letanía cínica y desvergonzada que los distingue, que sin plata no se puede hacer política, consigna que los justificó –por si necesitaban justificarse- para acumular una modesta fortuna con la 1050, “acumulación originaria” que luego, cuando arribaron al poder, la ampliaron en escala patagónica, todo justificado en nombre de la cantinela del relato y el proyecto nacional y popular.
A decir verdad, las conductas de Lula como la de los Kirchner -y la lista se extiende a los gobernantes peruanos y ecuatorianos, para no mencionar la pornografía política de Venezuela- colocan en el centro del debate cómo se financia la política en las actuales sociedades. Los Kirchner como el PT, supusieron que llegaban al poder para quedarse hasta el fin de los tiempos y para ello consideraron legítimo montar una maquinaria muy efectiva de saqueo de recursos porque, como ya se sabe, sin plata no se puede hacer política.
Supongamos que se admita que al partido en el gobierno no le queda otra alternativa para seguir gobernando que robar en nombre de un ideal superior, es decir, que no roban para enriquecerse personalmente, sino en nombre de una causa que sus dirigentes están persuadidos de que es justa y humanitaria. Sin embargo, lo que la experiencia enseña es que este punto de partida se encamina fatalmente a robar no para la corona sino para el propio bolsillo.
Sin ir más lejos, la causa por la cual Lula está a punto de ir a la cárcel es por un tríplex en la localidad de Guaraja, un tríplex que la empresa constructora OAS se lo regaló no por su linda cara o por su lucha obrera, sino como pago por los favores recibidos y para que lo disfruten no los militantes de las favelas, sino él y su familia .
Tan distorsionados están las escalas de valores que algunos defensores locales del ex presidente brasileño expresaron con expresión desoladora que cómo puede ser posible que un hombre como Lula vaya preso por un “miserable departamentito”.
Habría que decir al respecto que ni el departamentito es tan miserable, ni Lula está imputado solo por esta causa de la que fue condenado en dos instancias, ya que son siete las causas que tiene abiertas, y hasta podría decirse que ésta por la que hoy puede ir preso, es la más liviana.
Lo que Brasil y el caso de Lula nos enseña –por si a los argentinos hace falta enseñarles algo en estos temas- es que los que roban para la corona terminan –o tal vez han empezado- robando para su propios bolsillos. Y el de sus hijos, como por ejemplo el célebre Luliña, quien gracias a las influencias del padre pudo transitar desde el lugar de un modesto empleado de zoológico al sitio de un “habilidoso” empresario, calificado por su propio padre como “el Rolandiño de los negocios”, licencias verbales que suelen tomarse nuestros líderes populistas latinoamericanos.
Lula es muy probable que vaya preso y también es muy probable que esto represente un cimbronazo muy fuerte para el corrupto sistema político brasileño. En términos personales –y ante la justicia se responde en esos términos- Lula parece no ser ni más ni menos corrupto que el actual presidente Michel Temer, calificado hoy por la izquierda como un derechista despiadado y confeso, una imputación que parece olvidar que el derechista de hoy fue convocado a la vicepresidencia por los izquierdistas de ayer que fueron capaces en otros tiempos de soportar los rigores de la tortura, pero cedieron rápidamente y sin demasiadas culpas a las tentaciones provenientes del poder y el dinero.