Una de las batallas más importantes que debe librar la Historia es contra los lugares comunes. La historia concebida como un cuentito infantil, como una suma de consignas maniqueas o como la consecuencia de un deliberado proceso de manipulación. La conmemoración del 25 de mayo de 1810 es una excelente ocasión para verificar cómo los lugares comunes suelen hacer estragos en el conocimiento histórico y en la conciencia histórica.
Los políticos en estos casos suelen ser incorregibles. En diferentes tonos y registros -por ejemplo- se insiste en que debemos inspirarnos en las enseñanzas o ejemplos de los patriotas de 1810. Esta suerte de pedagogía escolar en sus más empobrecedoras expresiones suele ser la que más abunda para estas fechas. Se trata de una amalgama empalagosa de buenos deseos y ponderaciones humanitarias acerca de la bondad, el altruismo o el coraje de los hombres que intervinieron en el pasado y a los que la retórica nacional califica como próceres.
Puede que estas retóricas en más de un caso estén movilizadas por las mejores intenciones, pero quienes reivindicamos a la historia como un conocimiento, una disciplina o una ciencia no podemos desconocer que todas estas intervenciones no solo tienen poco y nada que ver con la historia, sino que en la mayoría de los casos son su negación.
Si la historia es la disciplina del contexto y la situación, las decisiones que en 1810 debieron tomar aquellos hombres, no tienen nada que ver con las que tenemos que tomar en 2018. Belgrano, Saavedra, Moreno, no se pensaban entonces como próceres, ignoraban que en un futuro incierto las calles, plazas y ciudades llevarían sus nombres y, por el contrario, más que superhombres eran personas dominadas por algunas certezas y muchísimas incertidumbres.
Los dilemas a resolver eran múltiples y con resoluciones inciertas. Intentaban por supuesto dominar los acontecimientos, pero colocados en el centro de un proceso revolucionario eran empujados por fuerzas que escapaban a su control. Precisamente, la grandeza de muchos de ellos reside en que en ese contexto sumamente complicado fueron capaces de hacer lo que hicieron.
Si la historia es el estudio del pasado o, para ser más preciso, el estudio de la relación entre el pasado y el presente, importa conocer los modos diversos, a veces contradictorios, siempre confusos, con que se fueron articulando los acontecimientos. Esta relación con el pasado interpelado desde el presente es lo opuesto a la simplificación, a las consignas livianas y, por supuesto, a cualquier intento de manipulación política o ideológica, la operación preferida por parte de políticos demagogos decididos a recurrir a los prestigios de los héroes del pasado para justificar sus decisiones actuales; o en reemplazar el saber histórico por la mitología, el operativo preferido de los diversos totalitarismos que han llovido sobre nuestro planeta en el siglo pasado.
Estas maniobras son posibles porque el saber histórico de las sociedades es escaso. La ignorancia en estas situaciones hace estragos. Los problemas que presenta el 25 de Mayo o el 9 de Julio o cualquier fecha o conflicto histórico, no son tanto sus diversas y legítimas interpretaciones como la ignorancia. Respondiendo a estas carencias, alguna vez se dijo que la historia no la escriben los que ganaron o perdieron, sino los que la estudian. Así de sencillo y de difícil.
La historia importa, pero su primera exigencia es el conocimiento, que es precisamente lo ausente o lo escaso. Pero si la historia no es maestra de la vida, si el ejemplo de los muertos no nos ayuda a resolver los desafíos del presente, ¿para qué sirve entonces?. Buena pregunta. Es la pregunta formulada por el hijo de Marc Bloch, ese lúcido historiador ejecutado por los nazis. Pregunta elemental que, al mismo tiempo, exige respuestas complejas. Una primera aproximación es decir que la historia como conocimiento no sirve -en el sentido de servidumbre- para nada. No es, no debe ser, sirviente del poder, de las ideologías y de los lugares comunes siempre funcionales a las diferentes estrategias de dominación.
Desde la cotidiano podría decirse que se puede vivir sin saber nada de historia, como se puede vivir sin saber leer o sin saber escribir. ¡Claro que se puede vivir sin conciencia histórica! Pero también está claro que entonces la percepción de lo real será más pobre, sus colores más apagados, sus imágenes menos vivaces, la imaginación más árida, el pensamiento más lento.
Otra respuesta es política, en el sentido más amplio de la palabra: el saber histórico es indispensable para constituir la ciudadanía. Es muy difícil pensar a un ciudadano sin una conciencia histórica actualizada y sensible. El saber histórico no resuelve los dilemas del presente, no anticipa el futuro, pero si el presente es lo que se desvanece a cada instante y el futuro es por definición incierto, el conocimiento del pasado es la base donde pararnos para decidir o imaginar. Dicho con otras palabras: si bien no sabemos dónde vamos, esa incertidumbre puede reducirse si, por lo menos, sabemos de dónde venimos.
Conciencia histórica. Ése debería ser el gran objetivo de la historia. El saber, la percepción, de la complejidad de los procesos sociales, esa conciencia que ilumina pero al mismo tiempo advierte acerca de los límites de nuestro saber, esa virtud que pueden desarrollar los hombres y que son el antídoto más eficaz contra el Alzheimer social.
Los derechos, las libertades, los deberes, las injusticias que arrastramos desde el pasado no llueven desde el cielo, no son productos mágicos, por el contrario son entidades históricas, se explicitan a través de la conciencia histórica. En definitiva, y a modo de conclusión, de lo que se trata es que la historia no sea una excusa para someter a los hombres sino la lúcida actividad que permita liberarlos de sus prejuicios, de sus miedos, de sus oscuridades.