El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, enfrenta varios frentes urgentes y complejos desde que asumió en enero pasado, pero ninguno desnudó tanta falta de planificación ni puso en cuestión sus promesas de cambio como la llegada de miles de familias migrantes desde Centroamérica y, más aún, un número récord de menores no acompañados.
Biden revirtió algunas de las políticas migratorias del Gobierno de Donald Trump que más indignación causaron: el veto a ciudadanos de países musulmanes, la financiación para expandir el muro fronterizo con México, la ampliación de los criterios para deportar a inmigrantes y la suspensión del programa de los llamados soñadores, jóvenes que entraron al país con sus familias cuando eran niños y perdieron su status legal.
Todos estos cambios solo necesitaban un decreto y voluntad política del mandatario, no mucho más.
Lo que aún no modificó, en cambio, requiere reformas más estructurales del sistema migratorio y de la visión de seguridad interior estadounidense que, aunque se acentuaron con Trump, son previos a su Gobierno y atraviesan gestiones tanto demócratas como republicanas.
Por ejemplo, Biden cumplió con su promesa de enviar al Congreso un proyecto de reforma migratoria para abrir un camino de legalización para más de 10 millones de extranjeros que hace años viven en el país, pero aún no jugó fuerte en el Poder Legislativo para conseguir los votos que claramente aún no tiene y que ni su exjefe Barack Obama o el antecesor republicano de éste último, George Bush, pudieron reunir.
Otro ejemplo es la separación de las familias de inmigrantes arrestadas por ingresar o vivir en el país sin papeles y la detención de menores de edad.
Biden firmó varios decretos para terminar con la separación de las familias inmigrantes, creó un equipo dedicado a reunificarlas y exceptuó a los menores de su política de continuidad de detención y deportación de todos aquellos extranjeros sin papeles que representan "un riesgo alto de salud pública" en la zona fronteriza.
Para la oposición y sus detractores, fueron esas políticas las que provocaron en marzo el mayor número de llegadas en una década a la frontera: 170.000 personas; para organizaciones civiles y el oficialismo, en cambio, fue una tormenta perfecta alimentada principalmente por la destrucción causada por los últimos huracanes, las recientes sequías y las crisis económica y sanitarias provocadas por la pandemia de coronavirus en Centroamérica.
La desesperación que provocó esta combinación de factores, especialmente en los tres países más pobres y violentos de Centroamérica -Honduras, El Salvador y Guatemala- sumada a la promesa de Biden de no tratar a los menores como lo hizo su antecesor, provocaron otro récord en la frontera estadounidense: sólo en marzo pasado, la Patrulla Fronteriza encontró a 18.663 niños que cruzaron sin padres o familiares.
Las imágenes de nuevos centros migratorios con cientos de niños y jóvenes acostados uno al lado del otro cubiertos con frazadas de aluminio sacudieron al sector más progresista de la base electoral de Biden y dieron letra a una oposición paralizada por la unidad mostrada hasta ahora por los demócratas en el Congreso.
No pocas voces ya creen haber encontrado la primera crisis en el Gobierno de Biden, quien enfocado en controlar la pandemia y conseguir una recuperación económica sostenida, venía anotándose sucesivas victorias.
El problema es real y no es la primera vez que desafía a un Gobierno con un discurso basado en la integración y los derechos humanos.
Cada vez que esto sucede expone una política de Estado: los flujos migratorios en la frontera son entendidos como un problema de seguridad nacional, y las únicas opciones que los gobernantes parecen tener sobre la mesa son reformas legislativas cada 10 o 20 años para legalizar a millones que ya están integrados, ayuda financiera a los países de orígenes para que ellos pongan trabas y frenen las salidas, y un sistema masivo de detención, procesamiento y deportación.
Biden, que ya presentó su proyecto de reforma migratoria, no ha dado señales de buscar cambiar realmente el sistema de detención de migrantes -como le pidieron algunos referentes del ala progresista de su partido- y le encargó a su vicepresidenta, Kamala Harris, su primera misión sensible y posiblemente de alto impacto: atacar las causas de la inmigración en Centroamérica.
No es descabellado pensar que Biden tiene en mente una reedición de su Alianza para la Prosperidad, la iniciativa que negoció y acordó como vicepresidente en 2015 para entregar 750 millones de dólares a Honduras, El Salvador y Guatemala, los integrantes del llamado Triángulo Norte en Centroamérica.
El argumento de Biden entonces fue que ese dinero sería utilizado para hacer reformas estructurales que mejoraran la vida de la gente y, por ende, redujeran la necesidad de escapar en busca de un futuro digno.
La situación hoy en esos países no es mejor que en 2015 y la urgencia de cientos de miles de familias de escaparse no se ha reducido.
Sin embargo, como candidato Biden propuso algo muy similar pero más grande: un nuevo paquete de ayuda de 4.000 millones de dólares a lo largo de cuatro años. Ya en el Gobierno, sus funcionarios aclararon que esta vez la asistencia estará condicionada a la aprobación y cumplimiento de estrictas leyes anticorrupción.
Pero el problema no es solo que los Gobiernos de Honduras, El Salvador y Guatemala están atravesados por una corrupción estructural, como denuncian opositores y organizaciones civiles locales.
Sus políticas sociales y económicas no están orientadas a beneficiar a los sectores desesperados por emigrar, modificando, por ejemplo, sus sistemas tributarios regresivos o reorientado el gasto público para priorizar una redistribución de los ingresos por encima del pago de la deuda externa, como es el caso de El Salvador.