Existe un proceso que permite disfrutar de las hojas de una lechuga convencional frescas y en buenas condiciones durante cuatro semanas aproximadamente.
Lo primero que debés hacer una vez que tengas la lechuga encima de tu tabla de cortar en la cocina es clavar una tijera en el centro, en su parte dura, para que te dé estabilidad. Esto es así para poder cortarla con seguridad.
Con un cuchillo, cortá por un lado, luego girá la tijera y hacé lo propio por el otro lado. Siempre por el más alejado a tu cuerpo. Por último, cortá el centro hasta llegar a esa parte dura de la lechuga que desechás.
Luego, introducila en un bowl grande con agua que la cubra para lavarla muy bien. Esto lo hacemos así habitualmente, siempre que usamos un cogollo entero o medio de lechuga fresca. Una vez removida y bien limpia, escurrila y secala.
Lo primero podés hacerlo con el utensilio de cocina apto para ello o con cualquier otro truco que tengas controlado y sea efectivo. Para secarla bien, volcala sobre papel de cocina y envolvela para que vaya soltando todo el agua que le quede. Es parecido a lo que hacemos con los fritos para retirarles el exceso de aceite.
Por último, para que se conserve un mes, metela cortada, lavada, escurrida y secada en un tarro de cristal que sea alto para que entre más cantidad de esta verdura.
Apretala bien porque en la parte superior del recipiente, encima de toda la lechuga, antes de cerrarlo tenés que colocar una capa más de papel de cocina. Una vez que lo hayas hecho, cerrá bien para aislar su contenido del exterior y guardalo en la heladera boca abajo, apoyado sobre la tapa, de forma que la primera capa que veas si mirás de abajo a arriba sea el papel de cocina, justo la que metiste en último lugar.
De esta forma, siempre que la conserves bien a medida que la uses, tendrás lechuga fresca y crujiente para las próximas cuatro semanas.