Me resulta por lo menos gracioso, por no decir patético, oír a Diana Conti, a Carlos Kunkel, a Néstor Pitrola o a Héctor Recalde, invocar la Constitución Nacional para defender a Julio De Vido. Pienso que algo anda mal en un país si la Constitución Nacional es invocada por estos personajes para asegurar la impunidad de quien se ha ganado por méritos propios más de ciento cincuenta denuncias, alrededor de cincuenta imputaciones y cuatro o cinco procesamientos, y cuyos principales colaboradores están procesados y entre rejas.
No me considero calificado para opinar sobre los dilemas del Derecho, pero sí me considero un ciudadano atento a los acontecimientos políticos y con una cultura media como para advertir que en este país los corruptos se protegen con los fueros parlamentarios y que, liberados a su entusiasmo, han demostrado que no tienen mayores reparos en transformar al Congreso en un aguantadero. Y quienes tengan alguna duda al respecto, observen el comportamiento de esa otra estrella rutilante que nos supo instalar el peronismo y que se llama Carlos Saúl Menem.
El Congreso ha devenido en un aguantadero gracias a un sistema político que se ha transformado en funcional a esos objetivos, pero sobre todo gracias a una Justicia a la que mejor representa aquella imagen del general Allais avanzando con sus tropas para reprimir a la sublevación de Aldo Rico y sus carapintadas en 1986. Porque -digámoslo de una buena vez- todo este debate hubiera sido innecesario si a un juez se le hubiese ocurrido hacer lo que debe, es decir solicitar su desafuero. No lo hicieron y a juzgar por lo que se ve, tienen muy pocas ganas de hacerlo. Lamentablemente la Argentina no ha sido beneficiada por un juez Moro. Nuestros jueces se llaman Oyarbide, Freiller, Rafecas. La diferencia se nota, pero más que notarse, duele.
El reino de la impunidad
Por lo pronto, el Parlamento transformado en un aguantadero. El reino de la impunidad. Menem después de veinte años de abierta una causa, y con dos condenas firmes, insistirá una vez más en presentarse como candidato a senador en su feudo riojano, presentación que tal como se perfilan las cosas, podría realizar. De Vido continuará como diputado gracias a la solidaridad de la mayoría del peronismo y sus aliados de izquierda. La Señora no sólo que apunta a lo mismo, sino que además se propone desarrollar una exitosa carrera política cuyo objetivo es la Casa Rosada.
¿No es demasiado? Pareciera que no. Por si ello fuera poco, los lenguaraces de los corruptos se dan el lujo de invocar en su defensa a la Constitución Nacional. Las garantías, los derechos y las libertades devenidas en coartadas de malandras y corruptos, pero sobre todo en coartadas de los poderosos, porque estos privilegios sólo los personajes mencionados pueden disfrutarlos gracias al poder que ejercen.
Y al respecto seamos claros: De Vido no es el conde de Montecristo, víctima de una conspiración de intereses y pasiones; ni Oscar Wilde, liquidado por un sistema prejuicioso e hipócrita; o Dreyfus, condenado por un régimen judeofóbico; o el gaucho Martín Fierro, perseguido por jueces insensibles y brutales.
Nada de eso. Es un hombre del poder. Fue el superministro de la cleptocracia kirchnerista. Con De Vido no son las libertades las que entran en conflicto, sino la impunidad. Respeto los fundamentos jurídicos, pero no me chupo el dedo. De Vido no se defiende como un inocente, se defiende como un culpable, apoyándose en los resquicios, lagunas y oscuridades de la ley para no pagar por sus delitos. Notable. Escuché los argumentos de todos los que se opusieron a su expulsión de la Cámara. Nadie lo defendió. Nadie ponderó sus virtudes políticas o personales. Y no lo hicieron porque hasta sus amigos más íntimos saben que eso es imposible, que la única posibilidad de mantenerlo impune es apoyarse en la ley o en las interpretaciones tramposas de la ley.
El debate
Resulta evidente que la señora Diana Conti o el señor Carlos Kunkel no pierden el sueño por la Constitución. Si la esgrimen es porque suponen que les conviene por razones no jurídicas sino políticas. ¿Está mal? Depende. La ley no debe someterse a las pasiones o intereses de la política, pero tampoco la política puede subordinarse a la ley. Entre ambas dimensiones existe una suerte de autonomía. Todo conflicto político es siempre un conflicto jurídico y las decisiones se toman atendiendo a estos contextos.
En el debate del pasado miércoles, yo puedo suponer que los argumentos jurídicos de un lado y del otro están bien fundamentados. Ocurre que cuando el conflicto está abierto, la biblioteca jurídica siempre se divide. ¿Entonces cómo se resuelve? Desde la política y, en este caso, votando. No me consta -todo lo contrario- que el kirchnerismo tenga razón, pero sí me consta que logró impedir que el oficialismo lograra reunir las dos terceras partes de los votos que reclaman precisamente la ley para expulsar a De Vido del Congreso.
La defensa de De Vido es en primer lugar y en toda circunstancia, una defensa política. Claro que hay que defenderlo. Su culpabilidad significaría la culpabilidad total del régimen que él encarnó durante doce años; su responsabilidad incluye en primer lugar a sus dos patrones: Néstor y Cristina. La “banda de los 95” que actuó el pasado miércoles sabía muy bien lo que hacía.
De todos modos, en la sesión del miércoles no había un patrullero policial esperándolo a De Vido para llevarlo a la cárcel. Lo que se discutía era una sanción disciplinaria, por lo que no era la libertad de De Vido lo que estaba en juego. Y no era su libertad la que se debatía porque lo que se debatía era la honorabilidad de la Cámara de Diputados, si la institución clave de la democracia representativa puede alojar a un malandra en su interior.
Atendiendo a los resultados, pareciera que por lo menos por ahora la respuesta es afirmativa: los malandras pueden estar en el Congreso. El peronismo así lo ha dispuesto. Y sus inesperados amiguitos de izquierda, quienes prefirieron acogerse a las razones de “peso” de Recalde que a la solidaridad con las víctimas, por ejemplo, de la tragedia de Once. Como siempre “el mal” se sostiene gracias a sus operadores y beneficiarios, pero también por los imbéciles que lo asisten.
El ex ministro ejerció su derecho de defensa aunque a, decir verdad y pasando en limpio su retórica, lo que hizo fue más insinuar una advertencia a gobernadores, intendentes, legisladores y compañeros de causa. De Vido dijo hacerse cargo de todo, pero ese “ todo” incluía a muchos y a muchas. Él mejor que nadie sabe que desde el poder no se roba solo, que todo proceso de corrupción desde el Estado es siempre colectivo, necesita de la participación de muchos, de la complicidad y el silencio de muchos, necesita, para decirlo de una manera directa, de un comportamiento de banda. ¿Una banda? Sí, una banda. De Vido fue el jefe, o el jefe operativo, de la banda de cleptócratas que ejerció el poder durante doce años.
Como Al Capone y como tantos jefes mafiosos políticos o no, De Vido por el momento zafó. De su impunidad son responsables sus socios, compañeros y compinches. Y los 95 que levantaron la mano -aunque sabiendo cada uno en su fuero íntimo- que estaban defendiendo a un malandra. Puede que algunos lo hayan hecho a disgusto, pero ya sabemos qué lugar ocupan en la historia quienes defienden lo peor en nombre de la obediencia debida.
Repito: dejo a los juristas el debate acerca de los alcances o límites del Derecho, pero como ciudadano me asiste el derecho a decir que algo anda mal en esta Argentina si en nombre de ese Derecho o en nombre de las interpretaciones que hacen de ese Derecho, un señor como Julio de Vido sigue en el Congreso disponiendo de toda la protección necesaria para continuar en libertad.