El martes 6 de septiembre, hace exactamente cuatro días, Juan Ignacio Tejero fue asesinado por un par de delincuentes que quisieron robarle el auto. Estaba con su mujer, no se resistió pero los balazos fatales llegaron lo mismo. No pretendo posar de sentimental con los detalles, pero no está de más saber que acababa de ser padre hacía veinte días. Ahora está muerto y ya sabemos que esa condición no tiene retorno. De los asesinos, ni noticia.
Esto ocurrió quince días después de que el médico Lino Villar Cataldo se resistiera al intento de robo y, como consecuencia de ello, matara al delincuente. Como se recordará, durante varios días todos participamos del debate acerca de si lo que había hecho era un caso de legítima defensa. El debate, por supuesto, está abierto y ya sabemos que sobre el tema no hay respuestas fáciles o cómodas.
Pero en este caso quiero, en principio, señalar un detalle respecto de la muerte de Juan Ignacio Tejero, un detalle que no tiene que ver con la observación obvia de que si se hubiera defendido tal vez estaría vivo, sino con otra cosa, con algo que también es obvio pero que la costumbre, la inercia, lo transforma en una novedad que merece observarse: la muerte de Tejero no produjo ningún debate, no hubo mesas redondas, programas televisivos dedicados a opinar sobre el tema, ni notas editoriales. Alguien observará que todos nos sentimos conmovidos en su momento por la noticia, lo cual es cierto, pero lo que importa registrar es que con la preocupación o la solidaridad del caso, la muerte de Tejero fue considerada “normal”.
¿Qué quiero decir con esto? Que para todos nosotros está incorporada la noción de que si un delincuente se enfrente con su víctima lo “normal” es que la víctima muera. Y lo raro es que ocurra al revés, es decir que la víctima se defienda y mate al delincuente. Importa reflexionar acerca de la “normalidad” de estas pautas. Importa observarlo para saber qué hacemos. ¿Qué pasa con una sociedad que normaliza el hecho de que los delincuentes pueden matar, pero las víctimas no pueden defenderse?
Primera advertencia: no elaboremos respuestas fáciles. No se trata de salir todos vestidos como John Wayne con una pistola en el cinto y decididos a hacer justicia por mano propia. Hecha esta observación, admitamos que tampoco es justo y humano que los ciudadanos seamos víctimas pasivas de los asesinos. Nadie, con un mínimo de criterio, puede proponer el retorno a la ley de la selva, pero la pregunta a hacerse es qué respuesta le damos a quienes practican la ley de la selva.
Conozco la primera respuesta: en una sociedad civilizada, el Estado de derecho se hace cargo a través de sus organismos de represión legítima de los delincuentes. Perfecto. La pregunta a continuación es qué hacemos cuando el Estado está ausente, sus organismos de prevención y represión son impotentes, están corrompidos y en más de un caso son cómplices de los asesinos. Se dirá que no hay que exagerar, que no toda la policía es corrupta y que si bien la delincuencia existe, los índices en la Argentina son muchísimo más bajos que en países como Honduras o Venezuela.
Perfecto. No exageremos. Incluso, practiquemos una suerte de resignación confortándonos con el hecho de que los porcentajes de criminalidad de nuestro país están entre los más bajos del continente; un consuelo relativo, porque en comparación con los índices de países desarrollados -con quienes efectivamente debemos compararnos- la Argentina es tierra de nadie. Dicho esto, precisemos un poco más los detalles para no caer en el pecado de las generalidades, la indiferencia de las cifras e incluso el sensacionalismo demagógico.
Admitamos que lo ideal, lo deseable, lo civilizado, es que de la delincuencia se haga cargo el Estado de derecho a través de la prevención, la represión y, también, para no eludir las cuestiones sociales, creando condiciones culturales y económicas que persuadan a la gente de que el camino civilizado es preferible al camino del delito.
De todos modos, las buenas intenciones siguen sin dar respuesta al hecho real, efectivo y cotidiano que impone la ley de la calle. ¿Qué hacemos cuando vienen a robarnos, a secuestrarnos o a matarnos? En primer lugar, queda claro que en esa situación somos víctimas y lo somos en todo el sentido de la palabra: somos sorprendidos y agredidos por alguien decidido a actuar fuera de la ley y, sobre todo, a matarnos si nos resistimos o si no le gusta la cara que tenemos. No sólo somos víctimas, sino que desde el punto de vista de la fuerza, al poder lo tiene el delincuente, por más que el delincuente sea pobre o andrajoso, un detalle algo convencional porque por lo general están bien alimentados y bien vestidos.
Una observación pertinente para poner en un primer plano es la elección por parte del criminal: su decisión de actuar fuera de la ley; una elección condicionada, como todas las elecciones en esta vida, por el entorno social, pero elección al fin, incluso elección racional en la que se evalúan los costos y peligros, riesgos y beneficios.
La condición de víctima es, en todos los casos, una fatalidad. Somos sorprendidos. Villar Cataldo salía de su consultorio, regresaba a su casa, seguramente tenía pensado estar con su mujer, con sus hijos, mirar televisión, leer un diario, hacer en definitiva lo de todos los días. Y de pronto, el infierno. Tipos armados que lo insultan, lo golpean y pretenden robarle el auto. No era la primera vez que esto le ocurría, pero fue la primera vez que intentó defenderse. ¿Hizo mal? ¿Debía comportarse como un cordero que marcha manso al matadero? No sé si hizo bien, pero hizo lo que pudo, y por sobre todas las cosas reaccionó en una situación límite en sintonía con lo que le dictaba el cuerpo, tal vez los instintos, el instinto de defenderse, el instinto que nace del deseo de vivir.
Y ahora tratemos de ubicar el debate en su justo lugar, no con el afán de agotarlo sino de encontrarle otras perspectivas. En principio, está claro que si a Villar Cataldo lo hubieran matado la noticia se habría agotado en menos de 24 horas; agotado, se entiende, para la opinión pública en general, porque para la familia, para sus hijos, su esposa, el daño habría sido irreparable.
Lo sorprendente es que Villar Cataldo haya sido noticia porque intentó defenderse. Lo curioso, entonces, no es que Villar Cataldo se haya defendido, sino que nosotros consideremos que esa decisión es objetable y, tal vez, repudiable. Nosotros, pero sobre todo cierto garantismo alienado que admite con resignación que lo normal es que los delincuentes maten y las víctimas mueran. Y cuando esto no ocurre es como que se escandalizan. Y entonces llueven los lugares comunes, el humanismo irrelevante y cursi. Que todos somos víctimas, que así no se debe actuar, etcétera, etcétera, etcétera.
Insisto con esta perspectiva: en una situación límite, en una situación excepcional y no elegida ¿tiene un hombre el derecho a defenderse sin después pagar el precio de las críticas de las almas puras y tiernas conmovidas por la muerte de un delincuente? ¿Es necesario recordarles a esas almas puras que con ese tipo de razonamiento, con ese humanismo chirle y tramposo podríamos justificar a lo largo de la historia desde Atila a Hitler, desde Nerón a Jack, el Destripador?
Lo conversaba el otro día con un amigo: algo anda mal en un país si los asesinos saben que pueden salir a robar y matar porque los riesgos que corren son escasos. Algo anda mal, digo, si los asesinos están seguros y las personas decentes, inseguras. Reitero mi preferencia por el Estado de derecho y mi deseo de que la sociedad esté integrada por hombres buenos, honrados y pacíficos. El problema se presenta cuando descubrimos que no todos somos buenos, honrados y pacíficos. Y se agrava cuando quienes los deben poner en línea no lo hacen.
En política, como en la vida cotidiana, importa deslindar qué nos corresponde hacer en situaciones excepcionales, es decir en situaciones incómodas, desgraciadas, trágicas, si se quiere. Villar Cataldo dio una respuesta, que tal vez no sea un ejemplo, pero es un síntoma. ¿Alguien se anima a decir que lo suyo fue injusto, ilegal o impiadoso?