Omar Suárez, el señor que responde al sugestivo apodo de Caballo, está detenido y acusado de extorsión y asociación ilícita. La Justicia resolverá al respecto, pero por lo pronto su biografía sindical y política es tan sugestiva como su apodo. El hombre se inició en las lides de la causa nacional y popular de la mano de Aldo Rico, asaltando sindicatos a punta de pistola y presentándose como un abanderado de los trabajadores, aunque por el momento no se registran antecedentes de que alguna vez haya trabajado en su vida, condición que pareciera ser insoslayable para quien pretenda ser un destacado dirigente sindical en estos pagos.
Desde los tiempos de Aldo Rico y hasta el momento, el compañero Suárez fue menemista, duhaldista, kirchnerista, pero por sobre todas las cosas, peronista a tiempo completo. Todo se desarrolló dentro de lo previsto en el universo populista. La actividad sindical le reportó fama y billetes. Su rostro adquirió honorable popularidad cuando se retrató al lado del Papa, un señor que en los últimos tiempos se ha revelado por su insospechada sensibilidad evangélica para elegir buenos amigos.
No hace mucho tiempo, la Señora honró a Suárez calificándolo como “mi sindicalista preferido”, una mención que lo instalaba en el Olimpo de los apóstoles del Calafate, sitio en la que divagan personalidades excelsas como Báez, Máximo, Boudou, López, Ulloa y Zannini, para mencionar a los más destacados. Como se sabe, la Señora a la hora de elegir a sus preferidos nunca se equivoca. Es así como Oyarbide fue su juez preferido; Boudou, su vicepresidente preferido; Guillermo Moreno, su funcionario preferido; Julio de Vido su ministro preferido; el Morsa Fernández, su candidato preferido; Lázaro Báez, su recaudador preferido. Como se dice en estos casos: por sus preferidos la juzgareis. Aunque en honor a la verdad lo que hay que decir es que las preferencias que movilizan las pasiones de la Señora no pertenecen al mundo humano, sino al universo contante y sonante de los billetes.
Si la biografía puede llegar a ser un género legítimo de la historia, bien podría postularse que la vida sindical y política del señor Suárez diseña de una manera sinuosa, fulgurante, oblicua pero realista, aspectos significativos de la biografía del peronismo de los últimos treinta años: violencia, corrupción, poder y acomodamiento a las procelosas circunstancias de la vida interna del peronismo. Se dirá que no todos los peronistas son como Suárez, una afirmación que según se mire puede ser obvia o absurda, pero más allá de debates, lo que si puede postularse con un grado mínimo de error es que una brillante carrera política como la de Suárez sólo se la puede realizar exitosamente (palabra instalada en el lenguaje nacional y popular por la Jefa para aludir a su distinguida y destacada carrera profesional) en el peronismo.
En la jerga de ciertos libros de divulgación histórica se suele mencionar como sinónimo de corrupción, arbitrariedad y truhanería política a la década infame, es decir al período que se inició en 1930 con un golpe de Estado y concluyó en 1943 con otro golpe de Estado. La palabra “década” es una licencia verbal ya que, como se observará a primer golpe de vista, duró trece años, aunque más de un historiador capcioso asegura que no hay error, porque los nacionalistas con zeta que inventaron esa denominación consideran que, efectivamente, la década infame se inició en 1932 con los detestables liberales liderados por el general Agustín Justo. Ya que antes gobernaron los bravos e hidalgos nacionalistas conducidos por el general Uriburu, un señor que confundía el fascismo con sus aspiraciones patricias de orden, cuando en realidad el fascismo -con sus arrebatos populares, sus multitudes regimentadas y fanatizadas en las calles y sus líderes azuzándolas desde el balcón-, será una realidad que a los argentinos nos tocará disfrutar unos años después.
Pero retornemos a la década infame, designación fundadora de un léxico que pretende entender ciertas etapas políticas del país a partir de esa escala configurada por el almanaque. Tres rasgos negativos distinguen a este período: el fraude electoral, el acuerdo firmado por el vicepresidente Julio Roca con el representante británico Walter Runcimann y los llamados negociados cuyas principales expresiones fueron, las tierras de El Palomar y la maniobra perpetrada con los niños cantores de la lotería.
Respecto del fraude y los negocios de las carnes ya habrá tiempo de hablar, porque por ahora pretendo detenerme en los episodios de corrupción, entre otras cosas porque el autor de la calificación “década infame”, el periodista Torres -destacado por su adhesión incondicional al líder conservador y fascista, gobernador en esos años de la provincia de Buenos Aires, Manuel Fresco- estaba más preocupado por la coalición liberal y antifascista que se estaba formando en la Argentina que por los negociados.
Convengamos, de todos modos, que los fascistas siempre han tenido un oído sensible y una habilidad genuina para instalar consignas capaces de expresar los prejuicios y resentimientos de las clases populares. “Década infame” ganó entidad desde el primer día que salió a la calle, pero se proyectó como sinónimo del mal en las décadas posteriores.
A los años de la última dictadura militar también se los calificó con el apodo de “década”. Y desde el antiperonismo, no faltaron las voces que dijeran que si de décadas infames queremos hablar en serio, la peor de todas fue la que padecimos entre 1945 y 1955. En los últimos años, los publicistas de la causa K aportaron una vuelta de tuerca a este juego semántico y hablaron de la década ganada como contrapunto al régimen conservador de los años treinta.
En historia se sabe que es por lo menos riesgoso establecer paralelos entre tiempos diferentes. Es riesgoso y en la mayoría de los casos se trata más de un recurso manipulador que de una búsqueda de la verdad. Como la historia estudia lo que cambia pero también lo que permanece, bien pueden establecerse algunas comparaciones atendiendo a que el drama humano acompaña a la humanidad a través de los siglos, ya que para bien o para mal los hombres nos definimos por nuestros padecimientos y nuestras tercas aspiraciones a la felicidad un itinerario humano que nos acompañará hasta el fin de los tiempos y más allá de regímenes políticos.
Dicho esto, insisto en que históricamente los años treinta son incomparables con los años actuales, pero a la hora de jugar con la retórica bien podría decirse que la década infame no fue tan infame como la pintan sus detractores, del mismo modo que la llamada década ganada estuvo muy lejos de ese adjetivo complaciente y publicitario. Es más, a la hora de evaluar, por ejemplo, los niveles de corrupción existentes en un tiempo y en el otro, podríamos sostener con escaso margen de error que los corruptos de aquellos años comparados con los actuales no son más que modestos pungas, rateritos menores incapaces de hacerle sombra a quienes la literatura tanguera calificó como “los ases del choreo”.
Efectivamente los negociados de los conservadores no califican al lado de la maestría de quienes en tiempos de Menem y los Kirchner se destacaron por montar una máquina de saquear recursos públicos. La “ineptitud” de los conservadores para estar a la altura de los maestros del populismo, no los libera de responsabilidades, pero la escala delictiva que estamos hablando pone las cosas en su lugar, un detalle no menor, porque tal vez sirva para explicar por qué el país que dejaron los “infames” en 1943 estaba signado con sus luces y sombras por la prosperidad, mientras que el país que dejó el populismo hace ocho meses es un país quebrado y con sus arcas saqueadas.
Seguramente hay otras variables para explicar las diferencias, pero no creo estar forzando la credibilidad de los acontecimientos si postulo que en los años treinta la corrupción fue una anécdota indeseable, mientras que en los años populistas la corrupción constituyó la matriz del sistema, la sombra oscura pero palpitante del relato.