Afirmar que la conducción es un arte parece tan obvio que ya nadie repara en su valor. O mejor dicho, muchos subestiman el valor de la conducción y a partir de allí la importancia del conductor. La coyuntura suele ser tan agobiante, tan apremiante que su resolución tienta a la toma de decisiones veloces y sin una mirada a largo plazo.
No es casual que bajo la bandera que nos legó Belgrano, socialmente, no tengamos una proyección más o menos armoniosa mucho más allá de una década. Es imposible obviar la necesidad, pero si no levantamos la vista para crear condiciones que garanticen un camino prolongado, a la primera dificultad no habrá un plan al cual recurrir y en la desesperación reinará el caos.
Pasa en el país y como reflejo directo ocurre en el fútbol. Pero sería una mirada parcial reducir estas características solamente al cargo de entrenador. Pasa en el fútbol, pero los primeros responsables son aquellos que conducen tras los escritorios de sus clubes y de la AFA.
Mientras Alemania aprovechó su crisis, allá por 2004, cuando no superó la fase de grupos de la Eurocopa -el equivalente europeo a nuestra Copa América- para reconsiderar y pensar a largo plazo dándole inicio a un nuevo ciclo que primero con Klinsmann y luego con Löw aun hoy -12 años después- continúa y con éxito amén de los títulos; mientras Chile interpretó a tiempo que Borghi no era la continuidad de Bielsa y por eso pegó un golpe de timón que le permitió arribar con Sampaoli primero y Pizzi después a sus dos primeros títulos; y mientras Brasil encontró lucidez para apostar a la seriedad y el pragmatismo de un entrenador que para el afuera era una apuesta desconocida, pero que a la luz de los resultados no lo era en lo más mínimo, nosotros seguimos deambulando en un laberinto que excede al campo de juego.
Decidir implica siempre un riesgo, pero la formación y la información suelen menguarlo de sobremanera. El balompié no es exacto ni demasiado previsible, pero marcándole un rumbo claro a la larga acostumbra dar réditos.
El tema, el punto, es la capacidad del conductor para responder en su cargo. Pero reitero: esto no inicia ni concluye en Bauza. Desde que Grondona falleció no hubo una línea, una filosofía de trabajo –la cual no comparto-. No hubo una dirección establecida ni hubo conducción real. Todo ha radicado en sobrellevar el momento y así nos ha ido.
Un presidente interino que revendía entradas en Brasil, una elección terminada en empate cuando los votantes eran impares, una Junta que lejos estuvo de normalizar y por último, dos posturas antagónicas de gobierno que abandonaron el disenso por una razón lógica -para el patético concepto argento de la palabra-: conservar una parcela de poder.
Así derivamos en un gobierno que se jacta por ser novedoso aunque nadie sea nuevo. Un gobierno formado por dirigentes que protestan aun por no haber sido consultados por la Junta Normalizadora en la elección de Patón cuando dirigían sus clubes, en lugar de asumir que por su incapacidad debió llegarse a esa bendita junta que más que normalizar sostuvo la normalidad vigente.
Y entonces hoy la cabeza de Bauza es el objetivo aparente. El símbolo de la crisis es el entrenador. Nadie repara en que ellos mismos invitaron a Martino a irse al negarle los jugadores para los Juegos Olímpicos de Río donde los chicos que finalmente fueron debieron cargar en soledad con la frustración.
La coyuntura vuelve a exigir soluciones, no sangre. Conducir no es solamente entrenar e intentar convencer a un grupo de muchachos con una idea de juego, con una filosofía de trabajo, con una actitud de vida. Conducir es también ser sensato, crear proyectos y sostenerlos con valores desde la dirigencia. Alguna vez habrá que entenderlo.
Probablemente el rosarino pronto deje de conducir la selección, quizá algunos jugadores tampoco continúen conduciendo la pelota en el campo, pero sería interesante que algún día como bien dijo Marcelo Gallardo, los conductores de saco y corbata también respondan con su cabeza. Mientras tanto, si nada cambia, los veremos dar vuelta por la calesita dirigencial para seguir acomodándose en los cómodos sillones de la hipocresía que ofrece la sede de calle Viamonte.