Nadie que planea ir a una fiesta piensa que va a terminar mal. De lo contrario no vas a una fiesta. Así, un grupo de santafesinos y santafesinas, fuimos en colectivo a Olavarría, a ver el último recital del Indio Solari y Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado. O al menos eso decían los rumores antes del evento.
En Gualeguaychú, en 2015, el ícono del rock argentino convocó a 150 mil personas, en 2016 en Tandil llegaron 170 mil, y hasta el recital de Olavarría no se había superado ese número.
El comienzo del periplo
Salimos desde Santa Fe el viernes, cerca de las 23, con las ilusiones de ver un hito en la historia musical y rockera del país. El trayecto fue tranquilo y apacible. En parte se parecía a un viaje de egresados, y en parte a un viaje de los padres de los egresados.
La primera parada fue en la terminal de Fighiera (sur santafesino), donde nos encontramos con varios militantes ricoteros. Desde allí, la noche y el sueño hicieron lo suyo, y cuando nos dimos cuenta, llegamos a Lobos, provincia de Buenos Aires.
En la estación de servicio que paramos el panorama nos pintaba más densidad ricotera: ya no eran sólo colectivos, se sumaban autos particulares, trafics, camionetas, todos con tripulantes ataviados para la ocasión, todos con distintivos alusivos al Indio o a los Redondos. La ansiedad era contagiosa, aunque faltaba mucho tiempo para llegar, ingresar al Predio de la Colmena y que el show comience.
Llegamos a Olavarría (una ciudad bonaerense de 120 mil habitantes) con algunas dificultades por varios motivos: la ruta de ingreso estaba colapsada, los caminos alternativos custodiados por la policía y con paso impedido. A paso de hombre y con mucha pericia, choferes y coordinadores estudiaban otras opciones para llegar. Todos nosotros arriba del colectivo, comunicándonos por señas y saludos con los ricoteros que ya estaban en “tierra firme” (un clásico gesto de camaradería entre los fans).
Finalmente, logramos establecernos en un predio descampado, de Avenida del Valle y Santa Cruz, donde montamos “una ranchada”, para esperar la hora de marchar “a misa”, como le llama el mundo ricotero al recital.
Nada hacía pensar el final trágico, todo hacía pensar en la fiesta.
La caminata (I)
Pasadas las 18, comenzamos la caminata hacia el predio de La Colmena con indicaciones precisas: derecho por Avenida del Valle, hasta la Avenida Pringles, luego Avellaneda y después buscar la puerta 6. En el camino hicimos paradas que tenían que ver con la camaradería de las demás tribus ricoteras que llegaron a Olavarría.
A medida que nos acercábamos al predio, la cantidad de personas por metro cuadrado crecía en forma inversamente proporcional a cómo decrecía la señal del celular. Comunicarse ya era imposible, y era muy difícil hacerlo antes.
Las calles habían sido peatonalizadas, no sé si por organización o determinación de fans y puesteros (choripanes, carnes asadas, remeras, artesanos, agua, gaseosas, cervezas, cigarrillos).
Caminar en estas circunstancias era muy difícil. A pesar de ello, el grupo al que pertenecí durante el evento se mantuvo unido hasta el ingreso al lugar del recital. Luego, cada uno hizo su camino en el show.
Cuando llegamos al predio (20:30) detectamos los baños (colapsados de gente), la cantina, los vendedores y los puestos de remeras. Previo a eso, festejamos haber podido llegar. Muchos de nosotros ingresaron con el ticket entero, los trabajadores de la boletería no les cortaron el pase, mucho menos nos cachearon.
En mi caso, el personal (sin aparente experiencia) sólo me preguntó si llevaba “algún objeto cortopunzante”, contesté que “no” y pasé.
Dominamos la impaciencia, nos tranquilizamos y dijimos “ya va a empezar” como fingiendo que no nos interesaba la cantidad de tiempo que restaba. Efectivamente, entretenidos en una charla de bueyes perdidos, el comienzo del recital nos sorprendió.
Se apagaron las luces, el estruendo de la multitud (hasta ese momento incalculable) gritando se hizo presente. Inmediatamente, los acordes de “Barba Azul” formatearon el inicio del (hasta allí) show.
En el tema 5 o 6 (no recuerdo con precisión), el Indio cantó “Ropa Sucia”, un clásico del repertorio ricotero. Ese fue el mojón que marcó la curva descendente del recital. En ese momento, Solari se mostró muy ofuscado con “la gente de seguridad” y con “defensa civil”. Pedía que “paren, están pisando a gente que está tirada porque están borrachos”. Luego recordó el mensaje que se masificó a través de los medios en la semana previa: “habíamos quedado en que nos cuidábamos”. Se enojó con un fan, al que le preguntó “¿que tirás, boludo?”. También mencionó que los que estábamos allí eramos más de 250 mil.
A partir de todo eso, los intervalos entre los temas eran largos, el cantante no conectaba nunca con el público, el show se volvió tenso, sin onda, y hasta monocorde. Sin embargo se disfrutaba del repertorio.
Las latas de cerveza estaban a la orden, con los precios más variados, desde dos por 150 pesos hasta una sola por 100.
El final fue abrupto. Contra todo lo que conocido, contra el “protocolo” ricotero, el Indio nunca anunció que iba a tocar “Jijiji”, la canción más conocida, la bandera, la que provoca “el pogo más grande del mundo”. Esta vez hizo una versión diferente, ya que dentro de esa canción, también tocó otro clásico: Mi Perro Dinamita.
En otros recitales, Solari lo anunciaba, preparaba el clima, incitaba al público a esperar con ansiedad ese momento. Pero el sábado no fue así, fue totalmente el comienzo del tema emblema, pelado, sin mística, con la misma tensión que se mencionó anteriormente.
La caminata (II)
Las luces se prendieron, el “show” terminó, sin sal ni pimienta, y los asistentes comenzamos a buscar las salidas.
En cierto momento el caos se apoderó de la escena, caminábamos con pasos cortos como si fueramos geishas, y la marea humana nos llevaba, era imposible e innecesario resistirse.
En ese momento sentí miedo y el corazón latía más fuerte. Ganamos la calle Avellaneda, llegamos a Avenida Pringles, compramos un sandwich de milanesa, caminamos sin descanso hasta Avenida del Valle y por ésta hasta Santa Cruz, al fin encontramos el colectivo en el que volveríamos.
Allí, nos reencontramos con algunas señales del celular y los mensajes que traían. No entendíamos nada, hablaban de muertos. Colegas, amigos, familiares, nos preguntaban si estábamos bien. Nos apenamos cuando confirmamos que había dos personas fallecidas, nos dimos cuenta inmediatamente que no habíamos ido hasta Olavarría a eso. Lo demás, ya está contado.