La historia del Surrealismo en la Argentina se sustrae, justamente, a toda historia. Se trata de una presencia más que de una influencia, un estado creativo, perenne y ajeno a los organigramas, en el que pueden tener cabida los más disímiles artistas visuales. Más cerca de aquella “vidriera irrespetuosa de los cambalaches”, donde se juntan (y lloran) sable, Biblia y calefón, que del “bello encuentro sobre una mesa de disecciones de una máquina de coser y un paraguas”, que visualizaba Lautréamont y Breton citaba en su Manifiesto de 1924, el surgimiento –diseminado por casi todo el siglo XX y todavía en vigencia– en la Argentina de esta singularísima constelación de artistas, completamente desprogramada, puede encontrar su origen, como señala Santiago Villanueva, curador de “Objeto móvil recomendado a las familias”, en un fracaso.
“El fracaso –explica Villanueva– para la historia, del primer y único grupo surrealista argentino, el grupo Orión nacido en 1939, permite abordar caminos que desarman lo programático de cualquier vanguardia internacional”. La muestra en Fundación Osde se presenta entonces como una suerte de antología, tan rigurosa como anárquica, del Surrealismo puertas adentro. Sin cronologías ni categorías que organicen las obras en el espacio, tampoco textos que apuntalen el recorrido por la sala con conceptos, explicaciones o datos (apenas una serie de estructuras negras, más o menos grandes o pequeñas, más o menos rígidas o blandas, para señalar plásticamente algunas relaciones posibles: vectores dispuestos por el propio Villanueva, con la intención de cerrar o abrir unidades espaciales dentro de esta sala enorme, sin que por ello el espacio deje de ser un continuo integrado, ni que las piezas sean atrapadas por categorías o estructuras rígidas). Las obras se asocian por empatía visual o plástica, se potencian, se contradicen, generan una determinada atmósfera, “permanecen juntas –sugiere Villanueva– por la complicidad que generan entre sí para pensar un momento histórico, un estadio de formación personal y la proyección de un programa vanguardista pensado a posteriori, sin la incomodidad ni la pretensión de un manifiesto”.
Pasando “a contrapelo el peine por la historia”, dejando de lado nombres obvios, blancos fáciles de la escena local, buscando ampliar el panorama de artistas, la muestra reúne 57 obras y establece una lectura más allá de los períodos y a través del tiempo, en la que encuentran su lugar, junto a algunos de los referentes indiscutidos del surrealismo –como Roberto Aizenberg o Mildred Burton– nombres impensados –como los de Mónica Girón y Juan Del Prete–. Y otros tantos artistas –entre los que vale destacar a Noé Nojechowicz, de quien se incluyen dos hermosas tintas, y a Naum Knop, con una serie de esculturas en madera bastante numerosa– son valiosamente recuperados del olvido.
De alguna forma la exposición parte de Orión –ya lo hemos dicho, de su fracaso historiográfico– pero, a excepción de algunas pinturas de Orlando Pierri, el grupo está ausente de la sala. Orión se vuelve un agujero negro que atrae tanto como irradia, porque es justamente su indecisión, como el curador señala, la que permitió “que el clima onírico y el desbalance con lo real perduren con cierto anamorfismo en las décadas siguientes”.
De Orlando Pierri a Emilio Bianchic, la selección atraviesa los más diversos géneros y períodos. Reúne “Hipótesis para una prisión”, la ¿escultura? de Jacques Bedel hecha de acrílico y quebracho, y el “autorretrato” de Miguel Harte veinte años posterior (una mesa con un agujero en el centro, del que parecen emerger, como cínicas hormigas de resina, decenas de muñequitos hechos a imagen y semejanza del rostro del artista). Junto a ellos se encuentra “Paisaje surrealista”, la pequeña pintura de Fernanda Laguna en la que pueden verse un hombre y un niño de espaldas, frente a un paisaje vacío, cuya aridez se enfatiza por la presencia, sobre un tronco muerto, del que podría ser el cráneo suelto de un dinosaurio gigante. En otros puntos de la sala los “Bosques” de Mariana Tellería penden y se abren desde el techo, o se entrelazan visualmente los áridos paisajes de Leónidas Gambartes, Vito Campanella, Fermín Eguía y Adriana Minoliti.
Los paisajes secos, hijos de las plazas metafísicas de Giorgio de Chirico y de los relojes derretidos de Salvador Dalí, tanto como de las pampas tristes que pintaba Antonio Berni recién llegado de Europa –cuya obligada presencia dentro del capítulo surrealista de todos los manuales de historia del arte argentino no impidió, y muy probablemente haya estimulado, su deliberada ausencia en las paredes de esta sala– son uno de los leitmotivs surrealistas que se reiteran una y otra vez en las obras de la muestra. La sequedad apocalíptica insiste desde el fondo en los óleos de Gambartes, los acrílicos de Laguna, las acuarelas y témperas de Eguía, señalando el continuo que establece en el plano onírico e inconsciente la vida con la muerte.
Lo siniestro, esa dimensión del surrealismo que parece haber hecho mella en Argentina como ninguna otra, también se reitera, en todas las obras. En los insectos que caminan sobre el rostro apacible de la Blonda Bug de Burton; en las cabezas inertes de los títeres infantiles, atravesadas por clavos oxidados, y monedas como si fueran un par de ojos abiertos y atónitos, del Mamarracho y cachivache de Laura Códega; en la mujer hecha máquina, simple dispositivo a manivela, de la Estatua número 2 de Aizenberg. Un terror sigiloso, demasiado tranquilo para lograr asustar, sobrevuela, o mejor aún, viaja por lo bajo. Insectos, muñecos y objetos de la vida cotidiana –desde la flauta de pan hasta las chapitas de las botellas de cerveza, desde los relojes hasta los árboles, las tazas, las cáscaras de huevos– se desnaturalizan, la normalidad se vuelve hueca, mueca; la vigilia sueño, el sueño pesadilla.
En el Surrealismo de raigambre gótica (y un tanto kitsch) de las pinturas de Mariette Lydis –árboles animados, relojes y navajas de superrealismo extrañado, máscaras y velas sobre sillas abandonadas, manos que no se corresponden a ningún cuerpo–; en la evocación del Bosco que hace Tobías Dirty –un jardín de las delicias sado, desenfadado y fluorescente–; en las lejanas reminiscencias de Arcimboldo que se encuentran en los perfiles de los personajes a lápiz de Jorge Diciervo, confirmamos que el surrealismo –el argentino pero también el “internacional”, el que fundó hace casi un siglo André Breton– es por idiosincrasia atemporal. Que muchas de las obras de esta muestra evoquen artistas por fuera del movimiento –artistas cuatro siglos anteriores a la teoría freudiana del inconsciente– demuestra que hubo surrealistas antes y fuera del Surrealismo (también después) y que es una característica marcadamente surrealista el sustraerse a las cronologías, las líneas de tiempo, las definiciones, incluso a los programas y los manifiestos. (Muchos de sus integrantes más recalcitrantes, como Dalí, fueron de hecho expulsados del movimiento, en un gesto que más que excomulgarlos los confirmaba como surrealistas de pura cepa).
“El Surrealismo –concluye Villanueva– sobrevive como un momento de investigación adolescente, en el que se mezcla una actitud rupturista con una seguridad en las formas, un momento de indecisión y dudas volcado en una mecánica inesperada”. Acaso entonces la diseminada presencia en nuestra historia del arte de este Surrealismo por tandas, por brotes, por generación espontánea, no surja meramente de un fracaso, o acaso el fracaso no sea más que parte de un triunfo de su espíritu. Un espíritu irreverente que, sólo fracasando como programa, consiguió perdurar en nuestras retinas por casi ochenta años.
FICHA
Objeto móvil recomendado a las familias
Lugar: Fundación Osde. Suipacha 658
Fecha: hasta el 29 de abril
Horario: Lunes a sábados de 12 a 20 Domingos y feriados cerrado.