Salvo Mauro Zárate, los grandes traidores del fútbol no están en actividad. Ocurre que para que un futbolista ingrese al salón de los detestables debe tener cierta identidad con el club que abandona, y esa característica es cada vez más escasa en el fútbol argento porque los jugadores llegan y se van como si nada. Cuesta que un muchacho se identifique con una camiseta antes de empiece a meter presión para que lo vendan. Por eso, cuando pensamos en los mayores traidores reparamos en que todos jugaron en el siglo pasado. Salvo Zárate, claro.
El ranking arranca, como debe ser, por el puesto número 5. La mejor versión de Claudio Marangoni fue la de Independiente. Seis años estuvo en el Rojo y compartió un mediocampo histórico con Giusti, Bochini y Burruchaga. Ganaron todo. Pero en el 88 se le ocurrió ir a Boca, con el Pato Pastoriza como entrenador. ¿No es para tanto? La historia sigue: al año siguiente Boca ganó la final de la Supercopa. ¿A quién? A Independiente. ¿Dónde? En Avellaneda. ¿Y qué hizo Maranga? Terminó subido al alambrado de la tribuna visitante. Una puñalada tan certeza como la de Zárate a Vélez.
Sigue Gabriel Cedrés. En toda lista debería haber un uruguayo. Pero su lugar no se lo ganó por el país donde nació si no por la que se mandó con River. Fue a mediados de los ‘90. El tipo venía de ganar nada menos que la Libertadores en el equipo de Ramón Díaz y parecía que estaba todo bien, hasta que de golpe y porrazo pasó a Boca. Sorpresa, claro. Pero lo lindo vino un mes después: se disputó el Superclásico, hizo un gol y se lo gritó en la cara a Ramón. ¿Querés más? En el siguiente Superclásico hizo lo mismo: gol y desenfreno. Hizo todo lo posible para que en Núñez lo consideren un digno exponente del zaratismo.