Retratar el universo al interior de las cárceles y explorar sus códigos se hizo costumbre en el cine argentino, y especialmente en televisión, desde el posmenemismo de Tumberos a esta etapa reciente en la que sobresale El marginal. Ese universo reflejado, pese a las genealogías que a veces se trazan, suele quedar contenido en una muestra más o menos distorsionada por el tironeo entre las ansias de realismo y la necesidad o la tentación de exacerbar las fantasías del espectador. En el terreno del documental no se acaban los problemas de representación, pero Rancho, la ópera prima de Pedro Speroni que se estrena el próximo jueves en el Gaumont (también se puede ver en en la Sala Leopoldo Lugones y en el Malba) al menos se desplaza de ese núcleo de tensión.
El realizador se camufla con su cámara entre pasillos y celdas de un penal de máxima seguridad y, como si fuera un observador participante pero a la vez oculto, escucha atentamente lo que tienen para contarse un grupo de internos que cometieron delitos graves y que también “viven entre sueños”, como dice el viejo Artaza, un veterano que recorrió las principales cárceles del país y que es la figura paterna y carismática del pabellón donde transcurre la película. Días antes del estreno, Speroni habló con Infobae Cultura sobre el largo de proceso de filmación del documental.
–Ya te habías acercado al mundo carcelario en un cortometraje previo (Peregrinación). ¿De dónde surge el interés por dirigir tu mirada hacia esos espacios?
–Cuando todavía era estudiante de cine, hace unos seis o siete años, fui a alquilar unos equipos a Devoto y de repente vi la fila de visitas en el penal. Eran unas 300 chicas con sus bebés a cuestas y me acuerdo que hacía un frío tremendo. Eso me llamó muchísimo la atención, me empecé a preguntar por qué harían esa fila con tanto frío, y al día siguiente o al otro comencé a ir con la idea eventualmente de filmarlas. Al principio fue muy frustrante porque no me daban bola, pero con el tiempo pegué onda con ellas y siempre que me hablaban de sus maridos era con mucha humanidad. Entonces empecé a notar que podía haber otras cosas distintas a las que estamos acostumbrados a ver. Filmé ese primer trabajo que estuvo en el Bafici y ahí lo vio una persona que me hizo el contacto con la cárcel de Dolores. Me había quedado con muchas ganas de ver qué pasaba dentro porque el corto terminaba cuando las chicas entraban. Yo había pedido permiso en Devoto para entrar pero no hubo caso, y ahí surgió un poco la idea de ver qué pasa dentro.
– El grado de confianza que estableciste con los personajes es uno de los logros de la película y me imagino que debiste atravesar varios obstáculos antes. ¿Cómo se fue dando esa dinámica necesaria para filmarlos?
– Primero generé un vínculo con el servicio penitenciario, que era el que me permitía entrar, y ya el primer día el director me hizo pasar prácticamente solo al pabellón. Me sentí un poco desorientado al atravesar las rejas pero sin miedo, sino con la adrenalina de estar descubriendo ese lugar. El primero que me recibió fue el viejo Artaza, que me miraba sobre todo y me mataba a preguntas. Yo sentí que había pegado la mejor con él y después al tiempo me dijo que en realidad me estaba estudiando porque pensaba que yo era un infiltrado de la policía. Él había pasado en cana 30 años y nunca había visto un pibe joven caminar por un penal tan libremente.
Yo nunca había hecho un largometraje y tampoco sabía cómo encararlo ni cómo conseguir la financiación, así que fue raro acercarse a ellos con la propuesta de filmar. Pero bueno, les mostré el corto de las mujeres y sentí que un poco se entusiasmaron y empecé a ir. Al principio me juntaba con Artaza e Iván que eran los referentes del pabellón y los que más hablaban, con el resto pegué buena onda después. Me instalé a vivir en Dolores en una casita dentro del complejo y comía con ellos, me bañaba en las duchas, veía tele en la celda. Después de un año se estableció una confianza al punto que vos a una celda no podés entrar sin tocar la puerta y yo me mandaba directamente. En el medio pasé por otros momentos más incómodos, hubo de todo.
–Le fuiste dando forma al documental en la cárcel, ¿o tenías una idea armada previamente?
–Al principio mi intención era ir y ver qué pasaba ahí dentro. Creo que fue bueno no tener una idea preestablecida porque hubiese perdido lo genuino de ese mundo y sería otra película. Lo que fui recibiendo de ellos era mucha confianza y me empecé a dar cuenta de que en la película quería reflejar eso. También comprendí que para ellos robar no estaba mal, de algún modo, porque era parte de su identidad y quizás el que más robaba era más respetado ahí adentro. Se trata entonces de algo mucho más complejo y mucho más profundo que solamente robar. Así como tal vez yo quiero hacer películas y encontrar mi lugar de pertenencia, ellos también querían encontrar en su entorno un lugar propio. Creo que la película trata un poco de eso, de que a pesar de ser chorros o delincuentes hay algo más detrás, como una filosofía.
–Evitaste deliberadamente mostrar imágenes de hostilidad y violencia que en general acompañan la representación del mundo de las prisiones, como si en esa elección le disputaras el realismo de las cárceles a otros productos del cine y la televisión.
–El momento en que decidí hacer la película surgió de una pelea muy grande que se armó en el pabellón. Yo justo estaba dentro filmando y de repente se empezó a pinchar. En medio de eso me vio Iván, el boxeador, y me llevó a una celda para cuidarme. Ese gesto de humanidad me conmovió completamente y me di cuenta de que ahí había algo para contar. A partir de entonces entré en un clima de confianza que me permitió empezar a llevar la cámara y filmar. Y esa confianza para mí tenía mucho valor, entonces quería que estuviese en la película. Más allá de que pasaban otras cosas también, yo lo que sentía era este tipo de gestos más valiosos. Por ahí el espectador se incomode desde ese lugar, no tanto desde la violencia, sino desde estas identidades que pueden mostrarse como tremendos delincuentes, y en la película creo que está todo eso, y al mismo tiempo tener mucha humanidad.
–Esa especie de ilusión ficcional se rompe al final cuando ingresás en el relato a través del saludo que te dirige Iván, lo que a su vez confirma la proximidad que alcanzaste con estas personas.
–Sí, ese día que sale Iván en libertad era también mi último día de rodaje. Cambiaba el director y ya no podía entrar más, así que fue una casualidad tremenda que llegara su libertad en ese momento. Yo a esa altura ya había guardado la cámara porque eran las seis de la tarde y uno de los presos me empezó a insistir para que filmara la salida. Yo me estaba despidiendo de todos y no tenía ganas de grabar, de hecho fue esta persona que agarró la cámara y empezó el plano. Lo continué yo y cuando Iván me saluda estaba muy nervioso. Después con el editor nos dimos cuenta de que esa escena era la que debía cerrar la película.