Es difícil introducirse en las decisiones personales. Cada quien es dueño de su vida y a partir de allí, de sus libertades. Pero no podemos dejar de lado el impacto de esas decisiones, principalmente cuando su onda expansiva involucra y afecta a otras personas, sean pocas o muchas.
Las responsabilidades, los compromisos firmados deben honrarse. La palabra debe tener valor, más allá de que ocurran circunstancias puntuales que lleven a una partida abrupta del lugar de trabajo. Son preceptos básicos para que la convivencia sea llevadera en cualquier ámbito y son -a su vez- preceptos que en el mundo del fútbol argentino brillan por su ausencia.
Nada parece sorprendernos ya. Hemos adquirido el don de la habitualidad para digerir situaciones que no deberían ser cotidianas y que deberían ser repudiadas con mayor energía. Pero como todo se retroalimenta y el valor de lo económico está por encima de cualquier otro en torno a la redonda, las aspiraciones personales muchas veces en el último tiempo han abortado proyectos.
Hace algunos años el parámetro para expulsar por los aires a un entrenador -y sus planes- era hilvanar tres derrotas consecutivas. Con esa medida la continuidad se tornó traumática y los objetivos a mediano plazo desaparecieron en casi todos los clubes. Ningún entrenador podía alzar la mirada demasiado lejos porque un tropezón duro podría significarle el final del camino. Excepto aquellos que contasen con una historia previa en la institución de turno, o si ésta tuviese un potencial financiero que le permita contratar jugadores estelares. En estos casos, la guillotina se alejaba un par de encuentros y algunos conductores lograban consolidarse en el tiempo.
Pero tanto exitismo generó un colapso. El juego se empobreció y como ninguna fórmula es absoluta ni eterna hubo revisiones. De allí surgió esto de ser un poco más pacientes, de apostar a proyectos que van un poco más allá del hoy y de transmitir ese mensaje al pueblo, a las masas, que no hacen más que alinearse a su club en esto que es netamente pasional.
Entonces el espectáculo mejoró. Se siguió viviendo bajo presión, pero aquellos que se atreven a un fútbol más abierto y ofensivo comenzaron a ganar espacio estimulados por la aparición de Guardiola y otros que lideraron una nueva corriente futbolística. Más allá de que muchos sigan construyendo sus estrategias en torno al sostenimiento del puesto, es decir, planeando semanalmente el trabajo, quitando la vista de la pelota y del arco de enfrente.
Y cuando la reaparición de los torneos largos parecía estimular cierta continuidad en los bancos de suplentes, una cantidad importante de técnicos empezaron a sorprender con renuncias injustificadas. Renuncias precedidas de charlas con otros clubes -de mejor presente- interesados en sus servicios. Y el desconcierto volvió. Tan deplorable como es el hecho de tentar a conductores con trabajo, es que estos acepten la nueva propuesta renunciando antes con débiles fundamentos a su trabajo.
Seguramente tengan razón cuando hablen de la intolerancia de la gente y en consecuencia de los dirigentes, pero ese límite se ha alejado considerablemente. Gran logro sin lugar a dudas. Pero si ahora los que sabotean los procesos son quienes los precisan para crecer profesionalmente los paradigmas se modifican y caemos así en un sálvese quien pueda insoportable. Es proponer nafta para apagar un incendio. Porque no siempre lo que está amparado por la ley es éticamente lo correcto.
Por consiguiente, este ambiente normalmente anárquico suma condimentos que desorientan y atentan contra el desarrollo de una idea y su consolidación. En épocas donde se juzga el fair play con severidad dentro del campo, duele ver como se lo banaliza sin tapujos desde las esperas conformadas por aquellos que tienen mayor edad, mayor experiencia y mayor recorrido dentro del fútbol.
Por suerte es una tendencia y no una realidad mayoritaria. Aunque de cualquier modo, no deja de ser alarmante… Mientras tanto, lamentablemente, los proyectos deberán esperar un mejor momento para imponerse masivamente.