El pasado miércoles 23 de diciembre de 2015, mi hermano Eduardo Birmajer fue asesinado a cuchillazos y a traición, estando desarmado como siempre, por dos palestinos fundamentalistas islámicos, en un ataque terrorista antijudío, en Jerusalem, la ciudad de David y Salomón. Desde ese momento, distintos medios periodísticos, en todos los casos con respeto y buena voluntad, me han requerido un comentario. Excepto por el homenaje en una ieshivá –casa religiosa de estudios judaicos–, en la que mi hermano enseñaba y aprendía durante su residencia en Buenos Aires, el dolor y el desconcierto me impidieron pronunciar palabras al respecto. Pero he descubierto que mi escritura, en cuya eficacia siempre he desconfiado, sí me permite expresarme en este momento oscuro, con la intimidad y la distancia necesarias, especialmente en esta columna tan hospitalaria para mí.
Mi hermano Eduardo también fue, durante la mitad de su vida, un judío porteño del barrio de Once. Otra de nuestras películas favoritas era Cuenta Conmigo, la inolvidable historia basada en el cuento de Stephen King, El cuerpo. La película comienza cuando el personaje del escritor lee en el diario que uno de sus mejores amigos de la primaria, Chris Chambers, ha sido apuñalado a muerte, al intentar detener una pelea, en 1985, alrededor de los 30 años. Esta tragedia lo remonta a 1959 cuando, alrededor de los 12 años, el grupo de amigos del que ambos formaban parte emprende una particular odisea en busca de un niño desaparecido. Por muchos motivos, el personaje de Chris Chambers, e incluso el actor River Phoenix, que también murió muy joven, tenían puntos de contacto con mi hermano Edu durante el tramo laico de su vida. Era la época en que la aventura y un viaje a la India integraban su metodología de búsqueda de la verdad.
Mi hermano Eduardo murió acuchillado, también intentando hacer la paz, pero no entre los asesinos, sino en el mundo. De la única manera posible; enseñando los diez mandamientos: no matar, no mentir, no robar. Por eso lo mataron los idólatras. Ahora yo me remonto a la época de nuestros paseos por el Once. (También paseamos juntos por Jerusalem).
Cuando Edu decidió hacerse religioso, cumplir estrictamente los rituales, se interpusieron entre nosotros dos varios inconvenientes: le costaba mucho venir a mi casa porque yo, aunque respeto todas las reglas de mi tribu, cumplo con muy pocas. También hubo discusiones filosóficas y existenciales. Pero en un momento descubrí una frase que nos unió por el resto de nuestra relación: encontrémonos donde nos podamos encontrar. Quizás no podía sentirse cómodo en los lugares laicos que yo frecuentaba, pero yo no tenía ningún problema en comer con él en los restaurantes kosher; también pasé un par de noches con él en una ieshivá en Jerusalem.
Siempre he pensado que hay mil modos de ser judío, pero ninguno para dejar de serlo. Del mismo modo pienso que hay mil modos de ser hermanos, y ninguno para dejar de serlo. Ahora el Once está poblado de gente que lo conoció, y que se me acerca para contarme una u otra anécdota, muchas cotidianas, otras extraordinarias, y algunas místicas, como su propio regreso sorpresivo por una semana a Buenos Aires. Cada vez que veo un religioso, me parece verlo.
Apenas regresé de mi visita a su ieshivá en Jerusalem, hace ahora más de 20 años, escribí mi novela No tan distinto. Trataba de un viudo que, luego de visitar una ieshivá en Israel, se encuentra, ya de regreso en Buenos Aires, con su esposa muerta. La Argentina, y en particular Buenos Aires, es una permanente fuente de conexión con nuestros ancestros. Cualquiera que camine por Avenida de Mayo puede aparecer sin solución de continuidad en la Gran Vía de Madrid. Por momentos, caminando por Roma, los tonos, las discusiones y las efusiones son confundiblemente porteños. Y profundizando en la calle Tucumán se puede aparecer de pronto en Jerusalem; ya no sé si tal o cual frase nos la dijimos en la esquina de Agüero o en una callecita de piedra jerosolimitana; las estrellas eran las mismas y caía la tarde. Pero ahora ya no nos separa la geografía, sino la frontera inenarrable para la que ni Stephen King tiene palabras.
Los dos terroristas palestinos estuvieron dispuestos a entregar sus vidas con tal de matar a un judío desarmado, a traición. Igual que los nazis, que cuando los rusos avanzaban sobre Alemania, al final de la guerra, arrasando con todo, preferían seguir matando judíos antes que huir. Independientemente de estos asesinos islamofascistas palestinos, que no tienen relación con ningún conflicto territorial, sigo creyendo que la mejor solución para el conflicto de los palestinos con los israelíes es que el liderazgo y la población palestina acepten la existencia del Estado judío, y por primera vez acepten y construyan en paz un Estado palestino. Que los líderes palestinos neutralicen a los asesinos palestinos en lugar de alentarlos. De eso depende la paz.