La poesía de Manuel J. Castilla (1918-1980), ese salteño coplero, gran poeta, periodista, ha sido reunida finalmente en una obra que se reclamaba desde los espacios culturales más diversos. Eudeba y la Secretaría de Cultura de Salta acometieron la empresa en un esfuerzo encomiable que seguramente gozará del agradecimiento de un público. De un público que accedía en forma parcial, fragmentada, a esta obra dispersa en los diferentes ámbitos: alguien guarda la impresión del poema La casa , otro cantaBalderrama , o La Pomeña , realzando esos personajes desconocidos y algún otro recuerda un artículo publicado en El Intransigente .
En este momento en el que la prisa obliga a la productividad, es posible acordar con Diana Bellessi en que una de las virtudes de la poesía es su inutilidad. Y así se justifica la resistencia de las grandes editoriales para publicar poesía, las escasas expectativas de los poetas en la difusión de su trabajo y la incomodidad de los lectores para abordar ese texto complejo, preñado de desafíos.
La aparición de las Obras completas echa por tierra los presagios nefastos y toma cuerpo en la voz de Teresa Leonardi Herrán, una de las presentadoras del libro en Salta, en la Biblioteca Provincial: “Si un cataclismo de pronto borrara esta región del mundo y una especie de dios desmemoriado pudiera reconstruirla, lo haría teniendo en sus manos este libro, esta Arca de Noé salvífica que rescató mujeres, hombres, sus días y trabajos; los bosques, sus pájaros, sus ríos, y hasta el nómade polen que en los trópicos baila”. Gestores fundamentales de esta edición han sido los profesores Sergio Bravo y María Eugenia Carante, de la Secretaría de Cultura de la provincia de Salta.
“Poeta nutrido de un habla de raíz castellana y de matriz quichua. Pero también deudo de la gran poesía del mundo, poesía que le recorría el cuerpo. La del Siglo de Oro, la del romanticismo alemán, del romanticismo inglés, de los poetas malditos... Eso sin dejar de oír el crepitar de la amazonía, el silbido del viento en la puna, la escarcha crujiente de los inviernos salteños, el anta veloz entre frondas y celajes, el estallido colorado del ají en la lengua o del alcohol bullente en las noches con amigos”, lo presenta Leonardo Martínez en su prólogo.
Y también se pregunta Leonardi Herrán “¿de dónde la genealogía de sus versos? ¿Quiénes sus antepasados literarios? Por supuesto ha visitado casi todo el santoral, desde Homero hasta García Lorca pasando por el Siglo de Oro con sus Góngora y sus Quevedo. Pero también Petrarca, Hernández y ese vociferante, tumultuoso Whitman. Pero además de las múltiples improntas que hereda de los textos no olvidemos que fue decisivo en su manera de mirar el mundo el grupo de pintores, escultores y músicos que en Salta fundaron una renovada estética del color, de las formas, de los sonidos.
De esta forma el lector inadvertido encuentra a un Castilla que ofrece abordajes múltiples. Con nostalgia Leonardi recuerda: “A medida que pasaron los años fui leyendo con avidez cada libro que publicaba Castilla y descubrí que como Pessoa él tenía múltiples rostros. Ese hombre alucinado, ensimismado, hechizado era a veces un nostálgico que evocaba “ la azulina memoria de la infancia/ Entonces yo camino mi lagrimeante sangre/ Reconstruyo esos días como láminas de oro/ Cada niño era un astro dulcemente caído/ ”. La mayoría de las veces era el gozante, el primo hermano de ese Whitman celebratorio y optimista.
Poeta vitalista, si los hay, su panteísmo, la pulsación báquica de su sangre, la desmesura de su imaginación, hacen de él uno de los cartógrafos líricos más notables de América Latina. Martínez recupera la copla como ingrediente infaltable en Castilla: “El coplerío fue y es la madre de la emoción poética norteña. Perdida en la puna o en los valles selváticos, la copla habla de la vida, canta la finitud y se burla del destino. Instala una metafísica que corre por las venas de la baguala y se disuelve en los fermentos del sueño. Allí donde lo fugaz se articula con la eternidad del Sentido, Manuel recoge el aliento de la madre-copla y lo vierte en la Copajira doliente”. Y rememora: “Le hice saber al poeta de mi interés por la literatura y me regaló el primer libro que de él leí. Venía yo nutriéndome de Vallejo, Neruda, Rilke, los surrealistas y un maravilloso lituano, Milosz, cuyo único ejemplar pasaba de mano en mano en esa época. De pronto este ‘Copajira’, amargo y deslumbrante que venía a romper con estridencia, cólera y belleza la palabra puramente lírica y hasta casi almibarada de la mayoría de los vates salteños. ‘Copajira’, un tigre que me saltaba y me comía el corazón y la cabeza y me ingresaba a un paisaje donde se visibilizaban el dolor y la injusticia que sufrían los mineros. Ahí estaban ‘ Candelaria Mamani/ silenciosa como era/ se quedó una mañana/ dura sobre la tierra/ ’ y ‘ Eleuterio Colquiri, minero no coquea/ le fue robando el rostro el agua amarillenta/ ’. Con este libro de 1949, Castilla ingresaba por la puerta grande de la llamada poesía social o comprometida.”
Cristina Fajre es ex decana de la Facultad de Humanidades de UnSa y experta en lectura y lengua.