“Ustedes los blancos viven pendientes de sus cosas”, le dice el chamán Karamakate al etnólogo alemán Theo, que intenta subir una cuesta cargado de kilos de bultos, cuadernos de notas y enciclopedias, aunque la malaria lo haya convertido en piel y hueso. “No se aprende de las cosas, se aprende de los sueños”, remata Karamakate, que cada tanto devuelve algo de energía al investigador blanco, soplando en sus fosas nasales una sustancia que parecería tener el poder de un trueno. Nominada al Oscar al Mejor Film en Lengua No Inglesa y ganadora del Astor a la Mejor Película en la última edición del Festival de Mar del Plata, El abrazo de la serpiente, coproducción dirigida por el colombiano Ciro Guerra, narra en tiempos paralelos dos periplos en balsa a través del Amazonas –ambos en busca de una planta de poderes medicinales o alucinógenos–, a partir de sendos diarios de viaje escritos por el etnólogo alemán Theodor Koch-Grünberg (1872-1924) y Richard Evans Schultes (1915-2001).
Como en un film de Terrence Malick, El abrazo de la serpiente narra la caída de una cultura primitiva (y con ella, parte de su hábitat) a manos del hombre blanco. En verdad, ése no es tanto el tema como el fondo sobre el que se recorta la historia de la película dirigida y coescrita por Ciro Guerra, cuyos films previos (La sombra del caminante, 2004, y Los viajes del viento, 2009) ya habían hecho el recorrido de festivales. En las primeras décadas del siglo XX, en el corazón de la selva amazónica, Manduca, indio ataviado con ropas occidentales, llega en balsa hasta los dominios de Karamakate, joven chamán, que luce apenas el clásico taparrabos y un juego de collares. Manduca trae consigo a Theo, hombre blanco de aspecto quijotesco, que viene gravemente enfermo. Sólo la yakruna, planta que los indios consideran mágica y sagrada, puede salvar al blanco. La yakruna crece, o crecía, a kilómetros de allí, donde alguna vez vivieron los miembros de la tribu de Karamatake, quien está convencido de que fueron exterminados. Theo asegura haber visto a algunos, y eso decide al desconfiado chamán a emprender el viaje en la frágil balsa.
Cuarenta años más tarde, Evan, botánico estadounidense, viene siguiendo los pasos de Theo, una vez más en busca de la yakruna. Karamatake tiene ahora más de 60 y sigue solo. A diferencia de su antecesor, el yanqui parece traer una segunda intención: ofrece al astuto chamán una presunta fortuna consistente en dos dólares, se muestra interesado en un árbol de caucho, recoge alguna muestra vegetal que guarda con disimulo. “Yo no voy a ayudarlo a hacer la guerra”, avisa Karamatake. Del investigador alemán, que dibuja concienzudamente las especies animales y vegetales con las que se cruza, al biólogo estadounidense de tiempos de Vietnam, hay el abismo que separa la ciencia “en sí” de aquélla puesta al servicio de la política, heredera de aquellos caucheros que cuarenta años atrás saqueaban, torturaban, mutilaban y asesinaban. Del clásico film de aventuras, El abrazo de la serpiente guarda lo exótico y episódico: un monje capuchino español que disciplina a los niños de la zona a latigazo limpio, un autodenominado mesías brasileño que tiene a su grey tan aterrorizada como el coronel Kurtz a los suyos.
El resto proyecta, de forma directa o indirecta, reflejos políticos. Karamatake se considera un chullachaqui, un doble vaciado de sí mismo, como consecuencia de la conquista y exterminio a los que los suyos fueron sometidos. Lo que para el nativo es muerte de su civilización, para el forastero blanco es perdición, enfermedad, locura: hay aquí una línea que lleva de Herzog (Aguirre, Fitzcarraldo) a Dead Man, de Jim Jarmusch, pasando por Apocalypse Now. Lamentablemente y con excepción de un único sueño final tras la ingestión de la yakruna (sueño que pone al fin en imprevista línea con 2001, Odisea del espacio), todo aquello es más visto que vivido: faltó la adopción de una primera persona que permitiera al espectador ponerse en la quebradiza piel de Theo. ¿Por qué no en la de Evan? Porque ese segundo relato podría haberse eliminado y la película hubiera ganado más de lo que perdiera. La fotografía en blanco y negro a cargo de David Gallego confirma que a la hora de la expresividad visual, de los matices y las escalas, de la creación de formas a través de la luz y la sombra, un siglo más tarde ese sistema lumínico sigue ostentando toda su gloria.