A mediados de los años cincuenta, mientras Robert Frank emprendía en Nueva York, seguramente sin saberlo, el más grande desafío al lenguaje fotográfico de su época -que cristalizaría en un libro llamadoLos americanos-, otro fotógrafo también suizo de origen, pero unos diez años mayor, huía de la gran metrópoli norteamericana con destino a América del Sur, en busca de otras formas de vida en sociedad que no fueran ni la locura consumista de los norteamericanos ni el recuerdo espantoso de la guerra.
Werner Bischof tenía 37 años y era uno de los mejores fotógrafos de la legendaria agencia Magnum. Atrás había dejado a su familia y su trabajo como fotoperiodista, que lo había llevado a documentar la destrucción de Europa y su posterior reconstrucción. Su temprana formación en bellas artes y diseño gráfico lo incitaba ahora a buscar temas más relacionados con sus inquietudes estéticas. Y las imágenes que capturó del horror bélico encontraron la contracara perfecta en la convulsionada vida de nuestros países. No era el paraíso, pero sí podía sentir una energía nueva que lo impulsaba a fotografiar con la vitalidad de sus primeros años.
Al poco tiempo de cruzar a México, su compañera Roselina regresó a Zurich para dar a luz a Marco, el segundo hijo de la pareja. Desde ese momento, Bischof emprendió una larga travesía en la que se proponía llegar hasta Tierra del Fuego y desde ahí cruzar el Atlántico hacia el continente africano. Pero en mayo de 1954 murió en un accidente en la cordillera de los Andes, en Perú.
A propósito de los cien años del nacimiento de este gran fotógrafo, el Museo de Arte Hispanoamericano Isaac Fernández Blanco inaugura hoy la muestra Werner Bischof, Fotografías de América, con curaduría de Marco Bischof, Jorge Cometti y Laila Makarius. En suma, cincuenta escenas de aquel breve recorrido por México, Panamá, Perú y Chile. Las impresiones, en tamaños no superiores a los 40 x 50 centímetros, fueron realizadas en Suiza con la directa supervisión de su hijo Marco, que desde la muerte de su madre, en 1986, está a cargo del cuidado, la investigación y la difusión del archivo de su padre.
Coincidentemente, el ciclo de exhibiciones del museo cumple quince años en el quehacer fotográfico argentino. En este tiempo, se enfocó en mostrar la realidad del continente a través de la mirada de artistas americanos, de origen o por adopción, y de viajeros que ayudaron a construir nuestro acervo visual. De Marc Ferrez, Edward Curtis, Martin Chambi, Leo Matiz y Pierre Verger a Juan Rulfo, Liborio Justo o Robert Frank, han ido dibujando un camino visual en consonancia con la colección hispanoamericana que alberga la institución. Jorge Cometti, director del museo, subraya en su texto introductorio del catálogo la línea ideológica que atraviesa este ciclo: "Tratamos a través de este pertinaz camino museográfico de recordar(nos) y presentar a las nuevas generaciones aquellos lazos identitarios y estéticos que nos distinguen y que contrastan con las tendencias hegemónicas de la imagen que impone el mundo moderno". En diálogo con LA NACION, Cometti agrega: "Con sus fotografías americanas, Bischof descubre subjetividades. Su mirada nos permite abrir una ventana y encontrarles múltiples significados a esas imágenes. Encontrarnos con verdaderos sujetos. Bischof era primero que nada un fotógrafo de personas".
Las fotografías de Bischof dejan ver su necesidad de orden visual, utilizando con precisión las herramientas del encuadre y el desenfoque. Su visión es celebratoria de las culturas que retrata. La pobreza que muestra nunca es miseria. La vida rural domina el conjunto. Son pocas las imágenes de personajes conocidos o de la vida en las ciudades. Dos retratos de Frida Kahlo en la intimidad de su casa son casi la excepción notoria entre los numerosos rostros de hombres, mujeres y niños anónimos. Bischof se desencanta de lo que encuentra en el México transformador que imaginaba. En una carta a su amigo Ernst Scheidegger en Zurich, escribe: "De la revolución quedó poco; los generales se construyeron casas señoriales, los reaccionarios volvieron del extranjero y sería bueno que despierte un nuevo Zapata. Me parece que los pobres, los campesinos, se han resignado a esto, que todo en la política son hermosas palabras que no llevan a nada nuevo".
El desencanto se confirma cuando llega al Machu Picchu, en Perú. Allí lo sorprende con desagrado cómo la industria del turismo ha contaminado la herencia arquitectónica de la cultura incaica. "Sagrada civilización, ¡te odio!", le escribe a Roselina.
En esta búsqueda de lo que todavía no ha sido corrompido, Bischof expone la inocencia de los rostros de jóvenes y niños en sus travesías en la montaña o en las rutinas cotidianas de pueblitos perdidos donde la civilización occidental apenas se insinúa. La foto del niño peruano tocando su flauta es el emblema de la muestra.
En la foto de un hombre negro vestido de blanco que contempla desde un ferry el canal de Panamá durante la celebración de su 50° aniversario, Bischof deja ver esa tensión entre nuestros pueblos originarios y la civilización incontenible que viene a transformarlos sin miramientos. "Necesito de la naturaleza, odio la vida civilizada, quiero volver aquí otra vez y filmar." Así cierra la última carta a su mujer, días antes de su muerte.