Egberto Gismonti en estado de gracia. Es decir, uno de los músicos más importantes de los últimos 50 años, durante dos horas, suelto, a sus anchas, y en una sala de acústica y hermosura extraordinarias. Una sala llena hasta el tope, con una amplificación ejemplar –es decir casi inexistente– cuando tocó la guitarra y ninguna en absoluta cuando lo hizo al piano, un instrumento al que el artista acarició y palmeó cariñosamente después de cada pieza, como si se tratara de un buen cachorro. En todo caso, cualquier concierto suyo es un acontecimiento memorable pero, en sus más de veinte actuaciones en Buenos Aires, jamás se lo escuchó así.
Intensidad emocional, perfección e intimidad. La posibilidad de escuchar a un gran pianista en un gran instrumento y sin la mediación de la electrónica –es decir con todo el “fantasma” del sonido presente y los matices y contrastes sin clase alguna de compresión– es irreemplazable. Son muy pocas las ocasiones en que tal cosa es posible, en el ámbito de la música artística de tradición popular, y cuando sucede se trata de una bendición. Una maravilla que, naturalmente, condicionó todo el concierto. La perfección fue la suya de siempre. La acústica y el instrumento hicieron que tocara como en su casa y para sí mismo. Pero el público, sostenido en el silencio, como por un hilo de frágil belleza, por la propia música, otorgó un espesor emotivo único.
Gismonti habló poco. En una ocasión para decir que siempre tenía un pie en Carmo, el pueblo donde nació. Una ciudad, si así puede llamársela, de menos de dos mil habitantes. “Es como si en esta sala estuviera todo mi pueblo”, concluyó. “Pienso, estaba pensando, una ciudad que tiene dos salas, el Colón y ésta, es una gran ciudad”, dijo en otro momento. Y al volver a su banqueta continuó, ya sin micrófono: “Y este piano”. El resto fueron gestos admirativos. Ya no había palabras. Y en su última alocución, ya antes de los bises, contó cuando su madre y su tía (“dos italianas vestidas de tailleur, con las carteras apretadas bajo el brazo”) lo llevaron al circo. El músico suele recordar que su padre, libanés, insistía en que tocara un “instrumento serio”: el piano. Y que su madre, del sur de Italia (“de la punta de la bota”) preguntaba: “¿Y la serenata?”.
Los dos instrumentos de Gismonti hablan de ese cruce cultural pero, en rigor, esa idea de la música como un territorio de diálogos culturales se extiende a todo su estilo. Especie de polifonía radical, en su permanente juego entre diferentes voces no se trata simplemente de melodías diversas sino, como en lo que el teórico Mijail Bajtin observaba en la novela, de la coexistencia de distintos códigos lingüísticos: lo rústico y lo elegante; lo “alto” y lo bajo”, lo lírico y lo percusivo. En la música de Gismonti siempre hay varios personajes –y varias músicas– hablando. Un diálogo de riqueza inaudita que sólo es posible, además, por una técnica excepcional. Y es que difícilmente haya otro capaz de pulsar con su mano izquierda un bajo de frevo sobre el diapasón de la guitarra mientras la derecha desarrolla una amplia melodía cantable intercalada con armónicos y acentos sorpresivos. O de hacer que el piano suene simultáneamente como una banda callejera –con una de sus manos– y como un señorial instrumento burgués –con la otra–.
Parte del secreto de Egberto Gismonti es haber logrado estilos y técnicas instrumentales altamente específicos –tanto en el piano como en la guitarra explora los límites y aprovecha todo lo que los propios instrumentos le permiten–. Y, al mismo tiempo, incorpora con naturalidad a uno lo que es propio del otro. Bordonea o acompaña con arpegios “populares” en el piano; desarrolla planos y voces intermedias con la guitarra. Un prodigio, es claro. Pero se trata de un prodigio que jamás se agota en sí mismo y que conduce, siempre, a un resultado estético. A lo largo de un concierto reconcentrado y exquisito, el músico recorrió algunos de sus temas más queridos –“Infancia”, “Cego Aderaldo”, “Agua y vino” en el final–, tuvo como sombra –o espejo– al buen y viejo Villa-Lobos y homenajeó, casi en secreto, a Charlie Haden, cuyo coral “Silence” mechó con uno de sus temas. El público lo ovacionó de pie. La emoción era compartida por el artista, de pie y con su cabeza inclinada, y por quienes agradecían su música. Fueron dos horas irrepetibles. Y no fue más porque, ya se sabe, todo, en algún momento, termina.