Todos observamos algunos rituales cotidianos. Pueden ser, por ejemplo, colgar las llaves al llegar a casa, elegir siempre la misma posición para las almohadas al dormir o las formas del desayuno. Repetimos cierta secuencia en los hábitos de higiene y hasta nuestro desorden guarda algunos patrones. Se trata de una infinidad de pequeños gestos automáticos que constituyen una especie de memoria.
Es evidente que sentimos cierto placer en la repetición y reaseguro de lo conocido, por lo que cuidamos y pedimos que se respete este mapa invisible por el que nos movemos a diario. Aunque valoramos esta organización, normalmente es posible modificarla: los viajes son un ejemplo, cuando las circunstancias nos llevan a otros ritmos y espacios.
Pero estos cambios no son posibles para todos. ¿Qué pasa cuando quedamos atados a un tipo de orden? En algunas personas, estos rituales adquieren otro valor, dejando de ser una simple costumbre, para transformarse en una obligación, en un requisito para el equilibrio emocional. "Si no guardo la ropa, no puedo dormir", por ejemplo.
Elaboran mecanismos obsesivos cuya finalidad es asegurarse el dominio de sus angustias a través del control del mundo externo. Abarcan un amplio abanico de conductas: lo doméstico, la higiene, el sexo, la comida, los horarios y el manejo del dinero constituyen sus ámbitos típicos, aunque pueden extenderse al resto de la vida.
Una aclaración necesaria: no es lo mismo ser ordenado que ser obsesivo. El primero elige la manera que le resulta eficiente para hacer las cosas y puede tolerar cambios. El obsesivo, por lo contrario, oculta bajo alguna justificación racional métodos a menudo engorrosos que no pueden ser modificados, pues cualquier cambio les genera una intensa angustia. Esto los vuelve rígidos y con frecuencia arbitrarios, haciendo difícil la convivencia.
Más cercanos a la reflexión que a la acción, más propensos a la timidez que a la soltura, conforman un ejército variopinto que cuenta, además, con personajes singulares: acumuladores compulsivos, fóbicos en alerta permanente, amas de casa atrapadas entre repasadores y hasta tacaños que presentan a la avaricia como un mérito. Pero todos, insisto, todos tienen algo en común, el miedo. Sienten que en lo más hondo de sí mismos, como un volcán que se prepara, se esconde la amenaza del descontrol emocional, de la violencia o del pecado sin retorno. Ante el peligro interior, montan su guardia incesante: nada debe perderse, salir de su lugar o confundirse. Es una religión sin dioses, pero con muchos mandamientos, que los protege y a la vez los oprime.
Vivir con ellos no es fácil. La vida, que es inevitablemente desordenada, los obliga a patrullar sin fin sufren por eso. El problema es que -por lo mismo- son a la vez rígidos y muchas veces autoritarios. Así, no resulta sencillo interpretar, aun queriéndolos, que su colección de manías no es más que un dique inestable contra la angustia que necesitan volver a reforzar cada día.
Habitualmente, la armonía de la convivencia en pareja se sostiene sobre un entramado de concesiones recíprocas, pero para una persona obsesiva sus condiciones no son negociables. Atrapada en su organización y sistemas, necesita –para no sufrir- que los demás se adapten, pero con ello, inevitablemente, hace sufrir.
¿Identificás estas señales en tu pareja?
Discutimos por cosas como:
¿Tapar el dentífrico o no? ¿Cuál es la mejor forma de tender la cama? ¿Cuánto gastamos (a niveles muy detallistas)? ¿Cómo guardamos la ropa? ¿Dónde dejamos las llaves? Esto puede encerrar de fondo una gran angustia.
No hay una receta para esta situación. Quienes se encuentren en ella, tendrán que pensar con cuidado cuántas imposiciones están en condiciones de admitir sin que se sientan dañadas, sopesando las virtudes y debilidades del vínculo.