En el libro “Cultura de la influencia", tres analistas de distintas disciplinas problematizan los rasgos de los llamados influencers, esa figura hoy inserta a pleno en la agenda social a partir de las redes que con su aparición traza hábitos y tendencias, a la vez que define un nuevo paradigma de liderazgo.
"La influencia no es una fórmula, no basta con ser joven o tener tanta cantidad de seguidores, sino que es, sobre todo, un diálogo”, sostiene Tomás Balmaceda, uno de sus autores.
No es un manual del influencer digital, ni un paso a paso a seguir para convertirse en uno, en tanto la respuesta a cómo ser uno de ellos no está en estas páginas y probablemente no esté en ningún lado. Sin embargo, el texto recién publicado por Marea ofrece una reflexión novedosa y enriquecedora, una propuesta arriesgada que intenta explicar un fenómeno que muchos miran con extrañeza y otros con admiración.
Tomás Balmaceda, filósofo y periodista, Miriam de Paoli, periodista, y Juan Marenco, licenciado en sistemas y periodista, aventuran una idea de influencia que se visualiza como una “fuerza suave” que está moldeando, en este mismo momento, una nueva sociedad. De la que no hay antecedentes y sobre la que hay, además, gran incertidumbre.
Se trata de un trabajo de cuatro años que comenzó como charlas de café entre los tres pero se consolidó en el inicio de la pandemia, cuando decidieron conversar con profesionales de la sociología y la filosofía y con los mismos influencers sobre la cultura de la influencia, la locura por los likes y la necesidad de armar comunidades de anfibios digitales y pertenencia.
Santiago Maratea, Paulina Cocina, Coscu, Daniela Chepi y hasta Mirko, el hijo de Marley, son sólo algunos nombres de un ecosistema enorme que encontramos no sólo en Argentina sino en el mundo. Atentos como nadie a sus seguidores, con una narrativa personal probada y el acento puesto en su marca, la lógica de los influencers digitales se derrama a múltiples ámbitos: el marketing, la comunicación, la política y la publicidad.
¿Qué tienen ellos que no tienen los demás, cómo construyeron su imperio dorado virtual y cuál es el futuro de los influencers digitales? Télam conversó con uno de los autores, Tomás Balmaceda, sobre las claves del fenómeno y los puntos centrales que recorren el libro.
— Muchas veces encontramos tutoriales para volverse influencer, y luego los vemos fracasar. Ustedes plantean en el libro el modelo de las 4C para construir influencia: creatividad, confianza, contenido y constancia. ¿Es posible seguir un camino para ser influencer digital?
— Tomás Balmaceda: La influencia es una habilidad propia del siglo XXI, un liderazgo clave para el momento en que vivimos. El siglo XX estuvo marcado por liderazgos verticales en donde quizás el último gurú fue Steve Jobs, esta representación del súper hombre. Ese modelo hoy desapareció y los verdaderos liderazgos ya no son verticales. La influencia tiene esta idea de que quien es influido no siente que está haciendo algo porque lo obligaron, le mintieron o le dieron una orden. El que está influido siente que hace algo por sí mismo. Sin embargo, ha recibido esta especie de fuerza suave, una inclinación. La influencia en tanto es una habilidad puede ser cultivada. El modelo de las 4C propone cómo explicar a los influencers, pero en todo caso siempre la influencia es un diálogo. No tiene que ver con claves como ser joven, tener tantos seguidores o vivir en una gran ciudad.
— Ustedes plantean una diferencia entre celebridades e influencers marcada por la cercanía y el encuentro de los influencers con su audiencia. ¿Cuán real es esa cercanía, teniendo en cuenta que está mediada por la tecnología y las pantallas?
— Cuando empezó esta etapa de Internet en 2007, que se la llama generalmente Internet 2.0 y es cuando llegan las redes sociales, la propuesta que había era la horizontalidad. Se creía que todos los usuarios de internet podían ser generadores de contenidos, que las personas podrían contar las noticias o dar sus opiniones con un celular, dar opiniones y filmar contenidos. Esas promesas no se cumplieron. Porque a pesar de que se pensaba que iba a ser un internet mucho más social, lo que sucede es que se mantienen las estructuras de jerarquías. Y los influencers marcan eso, que sigue habiendo jerarquías. Esa idea de cercanía no es una cercanía en el sentido tradicional, sino mediada por pantallas y por hábitos. Cuando en los 90 veíamos publicidades de Susana Giménez usando tal crema, la persona iba a la farmacia a comprar sabiendo que Susana Giménez no usaba, realmente, esa crema. Ahora no se acepta eso de un influencer. Si un influencer recomienda un teléfono, su audiencia está muy atenta a que él mismo use ese teléfono. Pienso en Dadatina, que creó un modelo de negocios en torno al skincare. Creó un producto para cuando se te paspan las piernas, un producto para cuerpos gordos que es un hit. Probablemente dentro de un tiempo las grandes corporaciones hagan ese producto, pero fue inicialmente movilizado por una influencer que tenía el conocimiento, que tenía una comunidad que creía en ella y que vio una necesidad para un tema tabú.
— Estamos en un momento en que, en general, los periodistas y profesionales de la comunicación toman distancia de los influencers e intentan diferenciarse. ¿Eso es inteligente? ¿Qué tipo de relación deberían tener?
- T.B.: Este momento histórico bisagra tiene que servir para que haya auto-crítica. Que es lo que todavía no hay. Los usuarios sospechamos de los medios, de los periodistas y de las corporaciones. Dejamos de confiar en los medios tradicionales y además estamos en un momento en que la lógica de los influencers permeó en otros ámbitos. La lógica de la información de impacto, que quiere ser rápidamente compartida, que no requiere demasiado análisis, eso también lo vemos en los medios. Es un momento bisagra que se va a acomodar y re-ordenar, pero hoy estamos en plena ebullición. Más allá de preocuparnos o no por el fenómeno, el desafío es pensar cómo nos afecta a los comunicadores tradicionales, los que venimos del siglo XX, el trabajo de los influencers. No hay que olvidar que los influencers son parte, a veces, de la propagación de desinformación y fake news. Y sobre todo pensar en por qué el modo en que estoy trabajando ya no tiene el impacto que tenía antes.
— En el libro retoman una idea de la filósofa Danila Suárez Tomé, que diferencia la cancelación en la vida real (como los escraches realizados por HIJOS a genocidas) frente a la cancelación en redes como un mecanismo vinculado a la pureza de la moral propia. ¿Cómo podríamos profundizar en esta idea?
—La Argentina tiene una tradición vinculada con una sensación de injusticia, o de justicia que llega tarde o no llega. Y frente a eso, HIJOS inventó los escraches. Y en ocasiones se confunden las cosas. La cancelación en redes elimina el sustrato en el cual el sujeto trabaja o actúa, el espacio de su discurso desaparece. Te sacan de Twitter, no podés volver. Lo que toma es una especie de cristalización de quien es la persona. ¿Alguien usó la palabra mogólico en Twitter en 2006? Se los saca de las redes. Es una posición moral en tanto quien cancela se siente en una posición superior al cancelado. Pero no es una posición para enseñar, reflexionar o posibilitar el cambio, sino que frente a eso es la nada. Es un regreso al punitivismo, lo que importa es el castigo, la pena. No importa escuchar o entender qué pasó. Y eso en vez de consolidar que la idea que yo defiendo se sostenga, lo que hace es que la idea que yo tengo pierda valor, porque la persona expulsada no cambia la opinión. En el fondo, y esto es una opinión mía, no sé quién es cancelado totalmente. Los cancelados terminan regresando. ¿Volvieron y cambiaron de opinión? ¿O simplemente, como fueron víctima de una turba iracunda, consolidaron sus ideas?
— En el libro hay un despliegue especial sobre las figuras de Paulina Cocina y de Santiago Maratea. ¿Qué tienen ellos en común y por qué son fundamentales para entender este fenómeno?
— Los dos comparten que son pioneros. Te pueden gustar o no, pero su lugar es inédito. No hay referencias previas. Paulina es socióloga, tiene un posgrado, tiene una visión de las redes de una persona que es adulta. Y tiene criterios definidos: nunca vas a ver a los hijos, por ejemplo. Tiene muy en claro su marca, su empresa: no hace recetas con polvitos mágicos o con salchichas. Y cuando ha habido alguna polémica por algo que dijo, ella se la bancó y lo expuso. Asume su crítica, la lleva adelante y no cambia de opinión. Santiago es distinto porque es otra generación, él tiene otro personaje: él es el provocador. Su comunidad ve sinceridad en él. Es una persona joven, de clase media alta y le gusta provocar. Pero no es tonto ni un fenómeno particular. Maratea usó la palabra mogólico de manera peyorativa y fue él mismo quien recuperó eso y lo expuso. En toda su provocación, él nunca pone en duda que los fondos que las personas le dan llegan a la misión que tiene y ese es su pacto de oro. La construcción de la confianza es la base de su comunidad y es sagrada. Y eso es muy interesante porque las personas confían plenamente en él. Hay personas que se quejan del impuesto a las ganancias pero están dispuestas a darle 1.000 pesos a Maratea. ¿Qué autocrítica tiene que hacer el Estado y las instituciones tradicionales que deberían ser las que conducen esas ayudas? Este es el gran fenómeno de nuestra época, tenemos que ser capaces de intentar entenderlo y para eso hay que mirarlo con herramientas serias.