En un relato notablemente lúdico y con pinceladas de terror, con un lenguaje profundo y a la vez ágil, la joven escritora ecuatoriana Natalia García Freire reconstruye en "Trajiste contigo el viento" la vida de un pequeño pueblo andino en donde los personajes se aventuran en un viaje onírico y sensorial por los bosques y hacia un destino incierto, que los enfrentará a sus temores, sus antepasados y su futuro.
Leer esta novela es decidir, por un instante, zambullirse en Cocuán, un pequeño pueblo perdido y olvidado entre la selvas y el frío de las montañas andinas en Ecuador, donde transcurre la historia. La literatura de García Freire es una experiencia arrasadora por su lenguaje desbordante, que traza el relato en una frontera desdibujada entre el sueño y la realidad.
Cocuán es el nombre de la marca del clonazepam que la autora tomó previa y durante el proceso de escritura de la novela debido a sus graves problemas para dormir. Una vez conciliado el sueño vinieron las pesadillas, que le dieron a la escritora la semilla de donde brotaría el ADN del pueblo que narra en este libro, su segunda novela, "Trajiste contigo el viento", editado por Tusquets.
Natalia García Freire es periodista y escritora, publicó artículos de cultura, perfiles y crónicas en BBC Mundo, Univisión, Plan V y las revistas BG Magazine y Letras del Ecuador, entre otros medios. Su primera novela, "Nuestra piel muerta", fue elegida por The New York Times como uno de los mejores libros de literatura de habla hispana en 2019.
Heredera de una camada de escritoras ecuatorianas que deslumbran con su literatura en el mundo, como María Fernanda Ampuero y Mónica Ojeda, García Freire se abre paso con la historia de Mildred, una leyenda que marca el destino de los nueve personajes que nos hablan del pasado y del presente de un pueblo condenado, en una clave estética entre dramática y horrorosa que es tan peculiar como difícil de definir.
La autora retrata en esta obra coral un universo andino hipnótico, en donde los animales y la naturaleza son tan importantes como el hombre (o más). Un auténtico viaje de ida en donde el lector se aventura con los personajes en rituales sagrados que revelan la impronta y los secretos de las creencias indígenas de la sierra ecuatoriana. Desde Cuenca, su ciudad de origen, García Freire conversó con Télam sobre su último libro.
— El delirio está muy presente en esta novela. Está en la trama, en lo que les pasa a los personajes, y en el lenguaje, que tiene tonos poéticos, "malas palabras" y prosa más llana. ¿Hubo una intención en este sentido?
— Natalia García Freire: Sí, es intencional en el sentido que al escribir me da la impresión de que el lenguaje, o las palabras, tienen que estar a la altura de lo que pasa en la trama. Y en este caso era a la altura de ese caos, de ese delirio y de esa violencia. Pero no una violencia fea, porque busqué huir de los conceptos de "lo feo o lo bello", sino una violencia muy humana, animal y del paisaje. Cómo llegar con las palabras a eso fue una de las preguntas más importantes para escribir la novela. Cómo alcanzar esa sensación, que es un ritmo, son golpes, una sensación más corporal o visceral. De que ese paisaje, eso que está afuera, te está mirando. Y eso está muy impregnado del lugar en el que yo vivo, de cómo hablaban mis abuelos y mi padre. Que es una mezcla de lenguaje vulgar y a su vez muy bello y tierno. Eso es la sierra, los Andes. Es la historia de la montaña y es también la historia de una sumisión, de no poder decir malas palabras, de hablar de forma sumisa. En Cuenca cuando alguien nos dice algo nosotros decimos: "mande" en lugar de "qué". Mucha gente todavía usa la palabra patrón. Las malas palabras son como pequeñas rebeldías y es un contraste en el lenguaje que me gusta mucho y que me parecía interesante incluirlo en las voces de los personajes, que al final son eso: gente que no sabe si ser sumisa o rebelarse, pero tienen golpes de violencia muy fuerte. A mí el lenguaje me interesa como máquina de lo delirante. El delirio o la locura son artefactos del lenguaje, entonces me da curiosidad ver dónde se rompe y se trastoca.
— En otra entrevista dijiste que la novela surge del consumo de clonazepam y de una experiencia tuya con pesadillas. ¿Podemos trazar un recorrido de cómo esa experiencia personal impactó en esta novela?
— Sí, la novela está muy atravesada por el tema de las pesadillas, que es algo mío y de mi familia de parte de madre. Es como un trastorno, y además me cuesta mucho dormir. Cuando empecé a escribir esa novela estaba en medio de una crisis, me habían diagnosticado bipolaridad. Cuando todavía no estaba medicada estaba muy arriba y abajo, y con insomnio. El médico me recetó clonazepam para que duerma y no estar ansiosa todo el día. Estaba en un estado alterado en general, apenas podía escribir y leer poco. Cuando empecé a tener estos sueños feos, empecé a escribir Cocuán, que era el nombre del clonazepam. Al principio con esa idea: ponerle un nombre y lenguaje al espanto. Después se fue convirtiendo en un pueblo, que tampoco sabía bien cómo iba a ser. Luego empecé a contar la historia a través de Ezequiel, que es el personaje más violento. Y así fui pasando a otros personajes. Después todo se convirtió en algo más estético, la imaginación jugó un papel más importante, me olvidé de las pesadillas y ya no tuvo nada que ver conmigo.
— En el comienzo de la novela hay una cita que hace referencia a "Twin Peaks" y otra a la Biblia. ¿Por qué esta elección?
— En "Twin Peaks" me encanta la idea de que el bosque es un portal. A nosotros acá en Ecuador nos pasa mucho esto de que el bosque es un lugar de portales, en donde puede pasar algo fantástico, o que no es totalmente real. Y en "Twin Peaks" me encanta cómo lo hace David Lynch. Y para mí es una serie como la Biblia: todo wow. Es una pesadilla hecha serie.
—La novela tiene un universo animal muy grande y preponderante, y los personajes conectan con ellos de diferentes modos y por distintas razones a lo largo del viaje por el bosque. ¿Qué te interesa narrativamente de este mundo?
— Lo animal es una obsesión. Esa mirada animal que nosotros ya no tenemos es un lugar en el que uno se puede reflejar. Mirar cierto abismo y adquirir cierto equilibrio. En general hay un excesivo intento de ponerles ternura y pasividad a los animales, de convertirlos en peluches todo el rato. Quise plantear en Cocuán esa mirada animal que está ahí, independientemente de uno, y que causa cosas. Puede ser violenta, posesiva, burlona, un montón de cosas. Casi como una mirada divina, de dioses. Lo animal y el paisaje con una mirada propia, que no esté atravesada por lo humano, y que pueda estar afectando a quien pasa por ahí. Cuenca y Ecuador son sitios en donde todavía hay mucha influencia de la mirada indígena sobre el paisaje.
— Recién hablaste de los animales como dioses. El libro está atravesado por las religiones, tanto por la católica como por otras creencias originarias y rituales más del orden del horror. ¿Cómo es tu relación y la de Ecuador con la fe?
— Depende de la región. Ecuador es un país en que la religión y la fe fueron una forma de colonizar, y más en las ciudades andinas. La religión todavía es esto que llega a los pueblos de la sierra donde no llega nada, donde no hay luz o agua pero sí hay un párroco. Porque la iglesia tiene que llegar, porque tiene que mantener cierto orden moral y controlar. Nuestro presidente es del Opus Dei y aunque dice que no mezclan el Estado y la religión, sí lo hacen. El control de la iglesia es subterráneo. Recién se aprobó hace un año el aborto por violación, y todo atravesado por marchas en contra porque todavía hay mucha concentración de gente con mucho dinero, mucho poder y muy religiosa. Esto ejerce mucho control sobre los márgenes: sobre lo indígena, la mujer, los homosexuales, la población trans. La religión es violenta. Y en los andes ecuatorianos, como también en Bolivia y Perú, se vive la religión con mucha culpa. Y esta culpa nos lleva a cargar una especie de pena. Los lutos son largos, en las familias la emoción que atraviesa los vínculos es la culpa católica.
En la sierra hay más sumisión, más culpa, menos rebeldía. Yo tengo una bisabuela que no fue reconocida, nadie sabe bien qué pasó, la llevaron a trabajar y la bautizaron con otro nombre. La religión te capta, te rebautiza, te cambia la identidad, te lleva de un lugar a otro y a nadie le interesa mucho, porque son cuerpos mestizos. La religión corta la palabra y el lenguaje, siempre llama al silencio.
En Cocuán está muy presente el catolicismo por los párrocos y por el intento del pueblo de aferrarse, de ser parte de algo. Y también toda esta serie de restos que van quedando de las relaciones más ancestrales, pero ya no son eso del todo, porque es un mestizaje, tras mestizaje, tras mestizaje. Y llega un punto en que es pura ficción, son rituales inventados, que es un poco lo que nos pasa a nosotros. Lo que nos queda de indígena o de la tierra ya tampoco es nuestro. Nuestra fe, o mi fe, es más de ficción. Es como un vacío, y la ficción viene a llenar ese vacío.