La aparición de libros como “Pulsión”, brutal ficción de Gabriela Exilart sobre la violencia juvenil que replica patrones de odio y machismo a través de una historia inspirada en la de Fernando Baéz Sosa, el joven asesinado tres veranos atrás por un grupo de rugbiers a la salida de un boliche en Gesell cuyo juicio se lleva adelante en estos días movilizando a todo un pais, evidencia cómo la literatura entreteje sus redes con una realidad que sublima y muchas veces transforma en obra maestra, desde escritores como Emmanuele Carrere hasta Leila Slimani o Carlos Busqued.
Entre el periodismo que se dedica a narrar y encuadrar episodios en proximidad con el momento en que se producen y la Historia, que por el contrario reinvidica la distancia como herramienta decisiva para analizar el pasado, la literatura irrumpe como un registro flexible que puede dar cuenta de una realidad sin atender a sus variables temporales: el reto va por otro lado y tiene que ver con alojar la complejidad de un acontecimiento perforando su secuencia narrativa para formular interrogantes, instalar dilemas y en todo caso cuestionar las sentencias rápidas que dispara el imaginario colectivo y que las redes recogen y amplifican.
La crónica policial instala cada tanto crímenes que por sus componentes aberrantes o inverosímiles, por la manera en se rompe el sentido común instituido en torno a los límites del daño o la perversión, se coagulan durante un tiempo en la agenda social y generan un ilusorio juego maniqueo en el que se redobla la identificación con las víctimas y se repudia a los victimarios -a veces incluso a sus familias- confinándolos a una otredad ajena y bestial que repele los alcances de lo que Hannah Arendt concibió como la banalidad del mal. Así ocurre en estos días con el juicio que se le sigue a los ocho rugbiers acusados de asesinar a Fernando Báez Sosa durante el fátidico enero de 2020, seguido por enormes audiencias que se retuercen de tristeza ante el dolor de los padres del joven y creen detectar señales de frialdad o alevosía en los rostros impasibles de los detenidos.
A riesgo de leer con peligrosa literalidad lo que ocurre en torno a uno de los casos más estremecedores de los últimos años, acaso porque involucra dilemas sobre aquello de lo que puede ser capaz un hijo o sobre los grados de violencia que una sociedad puede alentar y tolerar, la escritora Gabriela Exilart publicó en estos días "Pulsión", una novela donde si bien las referencias están trastocadas y la ficción teje sus propias combinaciones, los paralelos con el caso Báez Sosa son inevitables y aparecen dimesionados incluso con la utilización de significantes reveladores de la brutalidad del crimen.
Con los chicos, no
Una niñera dominicana que en 2012 mató a puñaladas a los dos chicos que cuidaba en una casa de Nueva York es el origen de “Canción dulce” (Cabaret Voltaire), novela de la franco-marroquí Leila Slimani (Rabat, 1981) que ganó el premio Goncourt 2016.
“El bebé ha muerto” es la frase con que abre la novela, “al menos” no sufrió dice el médico ante “el cuerpo desarticulado que flotaba entre los juguetes”, la niña todavía estaba viva cuando llegó la ambulancia y “peleó como una bestia” por sobrevivir, no lo logró, “a la otra también había que salvarla” se lee.
La otra es la niñera, Luisa, la que en la novela de Slimani apuñala a los niños, la que en un acto exacerbando de microdiscriminación fue seleccionada por esos padres que en los vestigios burgueses de la sociedad francesa eligen, entre muchas otras solicitantes inmigrantes, a las que mejor tengan la documentación en regla, “a ver si tiene miedo de llamar a la policía o de ir al hospital”.
Padres que comparten trama también con una sociedad como la nuestra donde la crianza muchas veces no queda en manos de mujeres inmigrantes, no marfileñas, marroquíes o senegalesas como en Francia, sino paraguayas, peruanas, bolivianas. El germen de esta urdimbre en la ficción es una madre que quiere volver a su trabajo y un padre que en principio se niega pero que finalmente cede.