Algunos tienen la suerte de haber vivido toda su vida en la misma casa. Y más todavía quienes vivieron en una casa que hicieron sus viejos, donde antes había sólo un baldío.
Otros hemos vivido en más de una casa, al principio, cuando los viejos recién casados, peleándola, no tenían para construir y alquilaron. Pero un día, muy lejano, allá tal vez por el 75’, llegaron a levantar las paredes necesarias para ir a vivir, y dejar de alquilar, y pagar la cuota del crédito, y después agrandar la casa, hasta casi terminarla… porque, seamos sinceros, nunca la casa familiar de uno está totalmente terminada… siempre falta algo.
Y cuando “esa” casa de la infancia es “tu casa”, mi casa, y creciste en el mismo lugar, y entraste por la misma puerta por 5, 10, 15, 20 años… esa es y será por siempre “tu casa”. La casa de mi barrio, de mi infancia, de mi crecer y jugar con los pibes, donde me refugié de las travesuras, donde me mimaron mis lelos, donde el tiempo me hizo grande, para tener mi propia casa, hoy… esa misma casa pero para mis hijos…
Y cuando la vida te hace adulto, y te premia el destino con un amor y con hijos, aquella casa de la infancia, que hicieron tus viejos, que viste crecer y ayudaste a hacer, pasando cables con tu abuelo, pintando aberturas, aquella casa vieja se vuelve definitivamente tu “casa antigua”. Esa era la casa, y a esa casa podías volver, de vez en cuando, a ver cómo estaba la cocina, el comedor, lo que fue tu pieza y ahora junta libros y discos de vinilos junto a un escritorio donde estaba tu cama…
Pero la vida, el destino, a veces hace que esa casa antigua de tu infancia, de tus viejos, ya no sea de ellos, y no puedas volver. A veces solo podés pasar por el frente a verla antes que la cambien, o la tiren abajo. Y te paras como un polizón del barrio, para verte con los ojos del recuerdo saliendo de la puerta con la bici a dar la vuelta manzana.
Así, aunque no nos guste, y sin poder evitarlo, las casas antiguas se van, y se llevan un poco esas historias de lo que fuimos, parte de nuestra vida. Acaso quienes vienen a vivir en ellas, a cambiarlas, a demolerlas para levantar un edificio, ni siquiera imaginan cuánto amor y dolor, cuántos recuerdos se esconden en los rincones de esa, nuestra casa antigua.
Hace poco se fue mi casa antigua, pero nunca se irán mis recuerdos, ni los tuyos, ni los nuestros, porque esas paredes, aunque ya no sean de ustedes, nuestras, mías, esas paredes en mi alma seguirán guardando recuerdos, amores y sinsabores, logros derrotas, risas y llantos. Los recuerdos, las historias, y los sentimientos de mi casa antigua quedarán para siempre en mí. En vos. En nosotros.
Y tal vez, solo tal vez, cuando el jazmín del otro lado del tapial esté florecido, y sople una brisa del norte, se meta el perfume dulce del recuerdo por las ventanas para despertar una sensación en las paredes calladas, y algún duende despierte una guitarra y una canción, una sensación, que los nuevos moradores no podrán escuchar ni sentir… pero que sin embargo estará allí…
Así que vecino de este barrio del alma... siempre que no olvidemos, siempre que recordemos, que una vez, en esa casa antigua que hoy no está, o que hoy es una farmacia, un dúplex sin cocheras, o un galpón para guardar autos, siempre que recordemos, esa -y no otra- será “mi casa antigua”, porque las paredes se pueden vender y comprar, se pueden cambiar y demoler, pero los recuerdos no… mis recuerdos de mi casa antigua, no…