José era uno de los pibes más humildes del barrio. De chico aprendió que debía trabajar para sobrevivir. Así, fue peón de albañil de su padre y su tío mientras otros pibes jugaban a la pelota en el baldío.
Ya de muchacho hizo un curso laboral de carpintería, de esos que daban en el barrio, y aprendió el oficio de carpintero. Fue justo en ese momento, cuando terminó de aprender a manejar un serrucho y una garlopa, fue justo cuando conoció a María.
No pasó mucho en que se “acollararon”, como dicen las matronas, y se fueron juntos a vivir en una casilla que el mismo José levantó con María…
Vinieron tiempo duros, duros como siempre habían sido, pero esta vez para cirujear cuando no había trabajos de carpintero, estaba María a su lado.
Así, María y José eran parte del barrio, allá cerca del Salado. María trabajaba de mañana en una casa del centro, José era el carpintero que hacía mesas y sillas, alguna cama, incluso algún roperito. Siempre al costado de la casilla, recuperando maderas del cirujeo, o con paraíso y aliso. Sillas y mesas sin lustrar, pero fuertes y bien hechas…
El tiempo pasó y una tarde de hace unos años, una tarde que nunca se olvidarán ni María, ni José, ni ninguno de los vecinos del barrio del oeste, llegó el Salado sin que nadie les avisara, y se llevó todo.
José se quedó sin taller de carpintería. María sin la máquina de coser que había empezado a usar para hacer remiendos y vestidos en el barrio.
Se tuvieron que ir. Primero al centro de evacuados, donde entre tantas malas se enteraron que María estaba embarazada, y esperaba para diciembre.
María y José anduvieron como pudieron, sus familias no podían ayudar mucho, ellos también perdieron todo sin que nadie les avisara.
Así, se fueron a uno de los barrios del norte, donde levantaron otra casilla, y donde las nueve lunas de María fueron pasando. José, de todo, pudo salvar el zaino y el carrito, y así fue como sobrevivieron, mientras la panza de María crecía.
Una tardecita a fines de diciembre, cuando ya María empezaba con las primeras contracciones, José ató el zaino al carrito, y juntos, salieron de la casilla para el hospital Iturraspe.
En el camino, el zaino un par de veces se asustó de los petardos que tiraban los pibes. Llegaron justo a tiempo, mientras la gente salía presurosa de los negocios y supermercados. Llegaron con las últimas luces de la tarde. José ató el zaino en un árbol frente al hospital y llevó a María a la Guardia.
Enseguida el médico dijo: “¡A maternidad…!”, y allí se fueron.
María entró sola, José quedó en el pasillo esperando…
No había nadie esa noche, y a las horas, justo cuando arreciaban los petardos y cañitas voladoras a lo lejos, salió la enfermera con la mantita que María había tejido envolviendo una nueva vida.
“Feliz Navidad José”, dijo la enfermera. “María está bien, es un varón”. El pasillo del Iturraspe pareció iluminarse cuando José abrió la mantita y miró la carita negrita y chuzca de su primer hijo recién nacido.
“¿Cómo le van a poner?”, preguntó la enfermera…
José se tomó un momento, pensó en María, en la Nochebuena, la miró a los ojos y le dijo: “¡Póngale Jesús..!”